jueves, abril 26, 2007


Ayúdanos San Miguel
En la provincia cajamarquina de San Miguel de Pallaques, una asociación benéfica de ciudadanos y madres de la Congregación Ursulina luchan contra el abandono y se convierten en la única esperanza de los menores sufrientes.

Bajo los cielos añiles, las estrellas y las imponentes montañas de la serranía, se esconden miles de historias de dolor. Cuando un viajero recorre los polvorientos caminos andinos, y sólo observa desde la ventana del ómnibus los cerros, campos y precipicios, ni siquiera tiene tiempo para imaginar que por allí, olvidados por el mundo, hay niños, niñas y jóvenes que claman atención inmediata para mejorar su calidad de vida. O, tal vez, sólo para seguir viviendo.
San Miguel de Pallaques es una importante provincia de Cajamarca, ubicada a sólo seis horas de Trujillo y a más de 2.600 metros sobre el nivel del mar. En nuestra ciudad existen no decenas, sino cientos de descendientes de esta tierra de gente amigable y refinada, fieles descendientes de españoles.
La verde campiña que rodea al poblado es tal vez lo mejor que posee San Miguel. Un visitante que llega por vez primera realmente se siente atraído por los campos y las praderas, las flores y los árboles que se yerguen tan lejos de la infernal humareda y los ensordecedores bocinazos de la ciudad.
Pero no todo es tan perfecto en este lugar. Entre tanta belleza hay personas que no merecen cargar la cruz que la vida les ha entregado. Heriberto Díaz Peralta es uno de ellos. Con 28 años de vida, padece el mal de la elefantiasis y debe convivir con una pierna hinchada casi hasta el punto de estallar. La elefantiasis o filariasis linfática es producida por un extraño parásito (Wuchereria Bancrofti) y se caracteriza por una inflamación de las zonas linfáticas que afecta a miembros inferiores, tercio superior de los brazos, las mamas y el cordón espermático. Es un problema social considerado como una enfermedad de pobres.
Aunque este mal (que se trasmite con la picadura de un mosquito) impide realizar cualquier tipo de trabajo, Heriberto se gana la vida vendiendo helados en San Miguel. Los vecinos lo ven a diario empujando su carrito metálico y ofreciendo sus refrescantes productos. “Camina apoyándose en una muleta y su pierna cada vez está más grande. Lo han llevado a Trujillo para que lo ayuden, pero nadie hasta el momento se ha hecho presente”, relató Iris Abanto Caballero, pobladora de San Miguel que posee una farmacia a escasos metros de la Plaza de Armas.
Pero no sólo la elefantiasis es enemiga de los sanmiguelinos. El Síndrome de Down es otro mal que afecta a numerosos niños, existiendo al menos ocho menores que padecen esta enfermedad sólo en las calles céntricas del pueblo. Aunque sus familiares hacen todo lo posible por ayudarlos a valerse por sí mismos, la carencia de un centro de rehabilitación o de profesores de educación especial hacen esta tarea casi imposible. Lo más duro ocurre en los caseríos más alejados, donde los padres prácticamente abandonan a los niños Down, por considerarlos una carga o un castigo de Dios.
Hidrocefalia, meningitis, parálisis cerebral, malformaciones congénitas, tumores, labio leporino y paladar hendido, son otros males que afectan mayormente a los niños de la provincia sanmiguelina. María Giovanna es una niña que ahora tiene ocho años y que nació sin pies ni manos. Sus ojos vivaces y su infantil sonrisa desdentada se opacan al ver sus extremidades incompletas. Sus humildes padres lucharon contra las desventuras y lograron que la menor sea internada en el Hogar Santa Dorotea de Cajamarca.

Valientes luchadores
Sensibilizados por haber tenido un hijo con Síndrome de Down, un grupo de sanmiguelinos, con apoyo de la Congregación de Madres Ursulinas, conformó hace tres años la asociación civil Grupo de Apoyo a Personas con Discapacidad. Cada uno de sus integrantes considera que tener un descendiente con retardo, hipotiroidismo u otras dolencias es una bendición de Dios.
El más entusiasta de este grupo es, sin lugar a dudas, George Ramírez Vela, quien asumió el cargo de director administrativo. Hombre de raíces selváticas, con una energía desbordante y una chispa muy peculiar, recuerda con orgullo cómo su grupo de apoyo logró salvarle la vida a un niño llamado Geiner, natural del caserío de Yadén Bajo. El pequeño sufría una desnutrición crónica que había afectado su desarrollo físico. “Parecía un viejito pequeño. Con el grupo y las madres hicimos hasta lo imposible por ayudarlo y ahora gracias a Dios está viviendo en el Hogar Santa Dorotea de Cajamarca”, dice el popular George, poco antes de abrazar a su hijo Martín, quien nació 15 años atrás con Síndrome de Down pero que una buena educación en Trujillo lo ha convertido en un joven, aunque inquieto, muy independiente.
El Grupo de Apoyo también lo integran Madi Cueva, Esperanza Sánchez y Patricia Bardales, todas ellas madres de menores con alguna discapacidad. Entre ellas también se encuentran las hermanas ursulinas Ana María (quien nació con una malformación en las manos) y Kathleen Neely Carpenter, natural de Estados Unidos pero peruana de corazón, quien ya vive 30 años en nuestro país, la mitad en San Miguel.
Neely Carpenter, conocida de cariño como Hermana Katy, explica con optimismo que su objetivo es la construcción de un albergue y un centro de rehabilitación en San Miguel, donde laboren especialistas en terapia física y lenguaje, para apoyar a los niños y jóvenes discapacitados de la provincia. “Es un sueño que sólo lo podremos lograr con el apoyo de las autoridades, a quienes hago un llamado para que se sientan comprometidos con los problemas sociales que afectan a nuestros pobladores”, comenta en un ambiente de la Casa de Retiro de las Hermanas Ursulinas, donde se han reunido todos los integrantes del Grupo de Apoyo.
El Club de Leones de Cajamarca y su par de la urbanización Palermo de Trujillo son dos instituciones que han ofrecido su apoyo, el mismo que aún no se ha concretado. “Nosotros creemos que sus promesas pronto serán realizadas”, añade la carismática religiosa.
Muy entusiasta es también la hermana Ana María, joven y aficionada a la fotografía. Ella considera que Dios trae al mundo a niños con estos problemas físicos o psicológicos con un propósito mayor. “Yo recuerdo al pequeño Geiner, quien estaba desnutrido. Si Dios lo ha salvado, es porque espera algo de él. Y nosotros debemos colaborar con esta causa divina”, expresa.
Patricia Bardales, integrante de este grupo, explica que la posta médica de San Miguel sólo atiende complicaciones básicas y que, como en Cajamarca no existen especialistas en neurocirugía, sólo Trujillo o Lima son la esperanza de muchos menores. “Hay chicos que tienen tumores en la frente, y nadie los puede atender acá”, señala Bardales, quien también pidió el apoyo de las autoridades y del gremio médico peruano.
La fe católica profesa que el arcángel San Miguel luchó contra el demonio y su séquito de espíritus malignos, venciéndolos y hasta pisoteando la cabeza del rebelde Lucifer. Sólo Dios lo sabe, pero tal vez algún día los sanmiguelinos, inspirados por el poder de su patrón arcángel y con la ayuda del gobierno y de la sociedad civil, pisoteen y destierren todos estos males de su tierra. Una experiencia que bien podría replicarse en toda la serranía peruana.

OJO CON ESTO:
Las instituciones, autoridades o personas interesadas en apoyar la causa de este grupo, pueden escribir al e-mail osusmc@terra.com.pe o llamar a los teléfonos (076) 557003, 557129 y 300703.

6 de octubre de 2006

Expedición al Tantarica
Tras cabalgar más de cinco horas entre los Andes cajamarquinos, un grupo de aventureros conquistó el impresionante santuario preinca de Tantarica, ubicado en la provincia de Contumazá.

Al llegar a las faldas del cerro Tantarica, con el cuerpo molido, el rostro achicharrado y el corazón latiendo en la garganta, siento que la expedición fue una verdadera locura. Sin embargo, tras derrochar un último esfuerzo y llegar a la cima, fijo la mirada en el horizonte y aprecio las nubes de algodón que envuelven al cielo perfecto de los Andes, solo entrecortadas por algunos gavilanes hambrientos que vuelan en círculos. Aunque parezca increíble, desde este punto de la serranía norteña, donde los pulmones se inflan con un viento fresco y reconstituyente, se abre majestuosamente un mapa de todas las regiones naturales del Perú, desde los caminos costeros, pasando por los valles interandinos, hasta la gran cordillera. Aquella pirámide de los libros de primaria, elaborada por don Javier Pulgar Vidal, se observa desde aquí en vivo y en directo.
No obstante, el verdadero atractivo de este viejo Apu no son la flora, la fauna ni el paisaje. Tantarica, montaña ubicada en el departamento de Cajamarca a una altitud de tres mil metros, guarda un milenario tesoro arquitectónico edificado por nuestros antepasados para rendir culto a sus dioses: ruinas pétreas que, por su extensión e importancia histórica, son consideradas por numerosos investigadores como el “Machu Picchu del Norte”, por encima incluso de Kuélap. Aquí, en esta cúspide sagrada, me retracto: la verdadera locura habría sido no emprender la expedición.

Aquicito nomás…
El caballo gordo y canelo que me conduce cuesta arriba no tiene nombre; pero lo he bautizado como “Trueno” por la rapidez que alcanza pese a su grosor. Tuve suerte con mi equino, pues el que escogió el profesor Leonardo Herrera Vásquez, jefe de la expedición, es chúcaro y saltarín. “Seguro quiere una hembra”, comenta Leonardo mientras cabalga lentamente hacia el poblado de Catán, nuestro siguiente destino.
El último contacto con la civilización ocurrió hace algunos minutos cuando descendimos del bus proveniente de Trujillo en el paraje conocido como “El Sapo”, que se ubica a escasos cinco minutos de Chilete. El vehículo continuó su marcha hacia Cajamarca, mientras que los aventureros, previo desayuno en una bodeguita, ya escogíamos nuestros caballos.
Son más de la una de la tarde y el sol nos envía rayos ardientes. Elina Barturén, directora regional de Turismo de La Libertad, prefiere montar una mula cobriza que avanza lento pero seguro. Humberto, un hombre natural de Catán que utiliza llanques y sombrero, lleva a la mula cogida por una cuerda. “Allá al fondo, tras estos cerros, está Catán. Yo creo que llegaremos en cuatro o cinco horas”, comenta el lugareño y motiva en nosotros los primeros suspiros de desesperación.
Sin lugar a dudas, el más entusiasta de todos es el profesor Leonardo. Él fue el “loco” que organizó la expedición. Es trigueño, de mirada vivaz y solo se diferencia de Humberto por el reloj que lleva en la muñeca, las zapatillas de lona y el estuche de cuero que pende de su correa. Si no fuera por estos objetos modernos pasaría tranquilamente por un “paisano” del lugar. “Yo soy de Chota”, diría más tarde. Leonardo enseña historia y geografía en la Gran Unidad Escolar de Trujillo, pero confiesa que su mayor pasión es investigar las culturas preincas que se desarrollaron en el norte peruano. El primer fruto de sus innumerables caminatas e indagaciones en los Andes es el libro El ciclo mítico de Cuan y Tantarica, donde analiza desde el punto de vista histórico y social la importancia del santuario que visitaremos.
Lo que más le gusta contar al maestro es la antiquísima tradición oral sobre el amor que surgió entre Cuan y Tantarica que son un pozo de agua y un cerro que, según su teoría, representan a los actuales poblados de Contumazá y Catán, ambos divorciados por celos políticos y sociales. La leyenda cuenta que Cuan era el príncipe de las lluvias que se enamoró perdidamente de la doncella Tantarica y, para conquistarla, construyó un canal de agua hasta sus faldas. Pero por una traición, hundió el acueducto y dejó en sequía a todos los pueblos aledaños al cerro Tantarica. “Catán es un pueblo seco, donde ni siquiera llueve mucho. Por eso, esta leyenda debe tener algo de cierto…”, sospecha Leonardo, al tiempo de arrear su caballo y darle ánimos a Celso Roldán, nuestro robusto fotógrafo que lucha contra un impertinente dolor de rodilla.
El camino hasta Catán está lleno de espinos y por momentos los caballos se detienen a beber agua de algún riachuelo. Los flancos son adornados por miles de margaritas y otras flores rojas conocidas como “gaseosa”, por su dulce sabor. Más arriba, donde el terreno va poniéndose seco, aparecen muchos cactus que se yerguen solitarios entre el ichu y las rocas. La tarde va cayendo y la línea del horizonte se torna anaranjada. Son casi las 6:30 y por fin aparece Catán, como un pequeño pueblo con no más de 200 casas. Elina es la más feliz. “Quisiera tomar un baño con agua hirviendo… estoy cansadísima”, comenta, sin saber que aquella noche –al igual que los demás expedicionarios– solo se lavaría la cara y las manos con agua extremadamente fría. Luego, a esperar el alba.

Un místico camino
No hubo tiempo para desayunar. Ni siquiera para despertar del todo. Leonardo no se apiadó de nuestro cansancio y nos sacó de la cama casi a empellones. Elina sí despertó a las 5:30 de la mañana, como habíamos quedado, y se adelantó montada en la misma mula que la trajo hasta Catán. El resto del grupo, al cual se acoplaron dos arqueólogos que llegaron en camioneta por la carretera de Contumazá, no tuvo otra alternativa que emprender una larga caminata hasta las ruinas.
Cada paso en estos caminos empinados me hace sentir una mística indescriptible, hasta el punto de emocionarme. Al fin y al cabo, siglos atrás, en estas mismas cuestas plantaron sus huellas los antepasados que hoy alimentan con polvo nuestra marcha. “Vamos muchachos, a lo mucho llegaremos en una hora”, dice Leonardo. Celso, muy agitado, me lanza una mirada cómplice. En definitiva, no le creemos.
Según los investigadores, las edificaciones de Tantarica fueron construidas en la época preincaica, contemporánea con el reino Chimú, entre los siglos XIV y XV, y constituyeron el más importante santuario de todas las culturas que se asentaron al norte y al sur del río Jequetepeque. Todas sus construcciones tienen fines ceremoniales y se presume que los antiguos habitantes adoraban allí al trueno, por ser el dios que anunciaba la lluvia.
La ubicación estratégica de este centro de culto preinca, por otro lado, podría haber servido también como un mirador o una fortaleza, desde donde los vigías observaban el movimiento de pueblos enemigos.
Tal vez fueron miembros de la cultura Cuismancu quienes construyeron parte de la fortaleza actual. Ellos adoraban a Catequil (el rayo) y hablaban el idioma Culli. Sin embargo, tras la llegada de los incas el santuario pasó a formar parte de los dominios de Cajamarca y, además, se levantó en el lugar otra plataforma con nuevos cuartos, jirones y nichos.
La historia indica que el descubridor de Tantarica fue Baltasar Jaime Martínez de Compañón, obispo de Trujillo en el siglo XVIII. Posteriormente, en 1944, el arqueólogo alemán Hans Horkeimer, junto con José Eulogio Garrido y Max Díaz, llegó a las ruinas y señaló: “Son extensas y cubren varias hectáreas en la pendiente oriental del cerro, y no representan una ciudad, sino más bien una fortaleza”. Esto lo confirmaríamos minutos después, al llegar al santuario.
Los arqueólogos nos han sacado ventaja y Leonardo ahora interpreta una melodía nostálgica con una quena que llevaba escondida en el bolsillo. Sus notas se confunden con el canturreo de aves lugareñas y el chirrido de extraños insectos. De pronto, a la distancia, aparece el cerro sagrado que –mirándolo bien– tiene la forma de un sombrero de paja gigante. Ya deben ser las diez de la mañana.
Leonardo se detiene y se lanza a la grama como un niño. Aprecia la montaña con ojos de enamorado enloquecido y se confiesa: “Dicen que allá está atrapado mi espíritu”. Enseguida, entona un yaraví: “Como la nube se deshace/ Ay mi dueña/ cuando el sol le comunica, su calor lento/ Ay de tu amor el fuego, dejó todo un incendio/ cómo ablandar no puedo, tu duro pecho/ Siempre te he querido, nunca fui de otra dueña/ y por caricias, recibo tu menosprecio”.

Lugar con futuro
Elina Barturén, quien ya descansa en la primera plataforma del santuario, considera que actualmente se podría explotar este sitio arqueológico como una ruta de expedicionarios. De igual forma, añade que Catán tiene en estas ruinas una oportunidad invalorable para conseguir su desarrollo. “Los mismos pobladores deben acondicionar en sus casas habitaciones para los turistas, no es necesario que una empresa construya un inmenso hotel o un lujoso restaurante. El pueblo mismo lo puede hacer”, sostiene.
La directora de Turismo señala que este circuito generaría además un movimiento comercial importante para quienes alquilarían los caballos, para guías turísticos y vendedores de agua y comida, entre otros. “A medio camino debería construirse un tambo, con provisiones para los excursionistas. Solo es cuestión de decidirse”.
En las partes altas del santuario hay muchas abejas y la maleza ha ganado terreno en las paredes, que dicho sea de paso, no son tan perfectas como las de Machu Picchu, pero sí igual de impresionantes. En el lugar se aprecian diversos pasadizos, puertas estrechas, murallas gigantes y una plataforma sagrada con dos círculos pétreos que hasta el menos instruido se daría cuenta de que allí se practicaron rituales o sacrificios.
A la distancia, desde la cima, aparecen poblados como San Miguel, San Pablo y Tembladera, con su gigantesco Gallito Ciego. En otras ocasiones, cuando la costa está despejada, se puede observar hasta el mismo Pacasmayo. “Desde acá se domina el mundo. Es un lugar místico, con un potencial económico y cultural que sacaría de la pobreza a Catán”, señala Leonardo, tras asegurar que hasta la actualidad algunos pobladores de las zonas altas siguen entregando ofrendas a dioses paganos en Tantarica. “Hemos encontrado huesos, frijoles y entierros”, dice.
El recorrido por la ciudadela ha durado cerca de tres horas y, a estas alturas, los cuerpos se han cargado con un bochorno insoportable. Miles de abejas siguen zumbando en nuestros oídos y en el cielo nos sigue vigilando un gavilán. Dos pastorcitas han ingresado a las ruinas con decenas de cabras de monte para alimentarlas de la maleza. Una de ellas se acerca a Elina y le regala un choclo. Le sonríe. Y se va. Yo, extasiado, volteo la mirada al camino y entonces recuerdo algo importante: Hay que retornar a pie. No queda otra. Que Dios y nuestro físico nos amparen.

Pier Barakat Chávez
Julio, 2006.
Con esta crónica gané el primer lugar en el Tercer Concurso Nacional de Periodismo Turístico, realizado el 2006 en Perú.

miércoles, abril 25, 2007


Bolívar en su laberinto
Provincia más olvidada de La Libertad, que bien podría ser el Macondo de García Márquez, clama ayuda a gritos.

La provincia más lejana y olvidada de La Libertad fue bautizada –paradójicamente– con el apellido de aquel general venezolano que soñaba con la integración de los pueblos: Bolívar.
Viajar desde Trujillo hasta este punto del departamento es realmente una odisea cargada de impaciencia, dolor corporal, frío, sofocación, malos olores y temor a que el bus sea tragado por alguno de los profundos abismos del camino.
Es tan marcada la desconexión de este lugar con la capital departamental, que los escasos trujillanos que conocen de su existencia no saben que para llegar allá, primero deben viajar seis o siete horas a Cajamarca y luego abordar el único y viejo microbús que se aventura cada dos o tres días en una desastrosa trocha. Pretender llegar a Bolívar por la carretera de la serranía liberteña, pasando por Otuzco y Huamachuco, implicaría viajar en carro hasta Pucará (Sánchez Carrión) y luego a lomo de bestia en un circuito espantoso de tres días. Por ello, Bolívar más parece una provincia de Cajamarca que de La Libertad. Por algo, hasta 1925 se llamaba provincia de Cajamarquilla.
Para llegar a la ciudad donde Atahualpa perdió la vida en manos españolas, en Trujillo se encuentran buses desde 15 soles. Pese a los continuos deslizamientos originados por las lluvias invernales, el asfalto de la vía hace el viaje –en cierto modo– placentero.
Sin embargo, los verdaderos problemas para quienes quieren llegar al pueblo de Bolívar, capital de una provincia homónima ubicada al norte de Pataz, empiezan con la pugna por ganar un asiento en el microbús que parte de Cajamarca los lunes, miércoles y sábados a las 5.30 de la mañana. No se trata sólo de suerte, sino también de solvencia económica, pues el costo del pasaje asciende a 40 soles, dinero con el cual bien se podría viajar, ida y vuelta, entre Trujillo y Piura.
El vehículo toma el camino de Celendín, ciudad situada a cuatro horas de Cajamarca, y luego recorre Balsas, San Vicente, Longotea y Ucuncha, cruzando obligatoriamente las sinuosidades del Marañón que inspiraron a Ciro Alegría a escribir “La Serpiente de Oro”. Este periplo por provincias altas de la sierra y muy bajas de la selva convierte por momentos al bus en un sauna maloliente, pero en otros, en una congeladora.
Con suerte, el viaje desde Trujillo hasta Bolívar puede durar 23 horas, pero si las condiciones son desfavorables la travesía se puede prolongar hasta 30. No es difícil encontrar inmensas rocas a mitad de camino o pantanos formados por las lluvias que hacen patinar al bus en las curvas. El camino realmente- dista mucho de ser una carretera. Si en la Panamericana los vehículos se desplazan a 100 kilómetros por hora, por esta trocha no se puede ir a más de 25 o 30. Pisar más el acelerador sería fatal.
Aún está fresco en la mente colectiva de los bolivarianos el día en que un bus rodó por un abismo de 200 metros de profundidad cerca de Celendín y acabó con la vida de 18 personas y dejó graves a otras 10. Fue un 6 de abril de 1996. La culpa fue del camino.

EN EL FIN DEL MUNDO
La última vez que una autoridad visitó Bolívar fue en octubre del año pasado, cuando el presidente regional, Homero Burgos, trasladó ayuda para las familias afectadas por el terremoto de Lamas (San Martín). Aquella vez, una mujer de 63 años perdió la vida, 23 personas quedaron heridas, numerosas casas de Bolívar se destruyeron y otras más se desplomaron en los caseríos y distritos periféricos.
Quien aún sigue algo traumatizada por el remezón inesperado del 25 de septiembre de 2005, que casi sepulta a su hija mayor mientras dormía, es doña Delia Gariza Valle, propietaria del restaurante Pamelita de Bolívar, considerado como uno de los mejores del pueblo no tanto por su estratégica ubicación (la plaza de armas) como por su exquisita sazón. Ella, a pesar del shock del cual se repuso 15 días después del sismo, recuerda a la perfección cómo numerosas casas prefabricadas y colchas no fueron repartidas entre quienes las necesitaban. “Seguro las entregaron en los caseríos, porque acá en Bolívar no dejaron ni una. O tal vez las tendrán guardadas en la microrregión… ¿quién sabrá pues?”.
Gariza Valle ve con preocupación cómo el abandono de su pueblo va ahuyentando cada vez más a los jóvenes que terminan la secundaria. Ellos, en busca de oportunidades en Trujillo o Cajamarca, dejan su natal Bolívar y sólo regresan (muchos de ellos con aires de costeños o citadinos) para las fiestas del pueblo. Otros, incluso, nunca retornan. “Bolívar está abandonado. Trujillo no se acuerda que esta provincia es también parte de La Libertad, por eso se van los muchachos a la costa”, dijo la comerciante en su negocio, mientras sus dos hijas mayores atendían a algunos comensales y el más pequeño se entretenía con los tres únicos canales de televisión que se pueden captar.
Esta fuga de adolescentes y jóvenes ha convertido a Bolívar en un pueblo de niños y viejos. El intermedio, es decir, los hombres y mujeres que podrían unirse y luchar por el desarrollo de su localidad, se ha ido. Y sólo han quedado personas con ideas retrógradas y sobre todo, sumisas.
Pero el problema va más allá de la emigración de mentes. Los muchachos que no tienen alternativas para escapar de su tierra, como ellos quisieran, quedan expuestos al alcoholismo y la venta de drogas que, -según Gariza, en los últimos meses está aumentando. “Las autoridades deberían dar oportunidades a los muchachos porque ahora no tienen nada qué hacer. Entonces se emborrachan desde chiquitos y hasta se drogan…”.
Pero como Gariza Valle no quiere que a sus tres hijos les suceda lo mismo que a la mayoría de muchachos, ella desde siempre les ha inculcado valores, así como amor por su tierra. Ella los hará terminar la secundaria y los viene alejando del alcohol, las drogas y también del machismo que, como en toda la sierra peruana, también está presente en Bolívar. “Yo quiero que mis hijos sean buenas personas y por eso con mi esposo, que gracias a Dios no tiene vicios, trabajamos bastante. Pero hace falta ayuda de Trujillo, de las autoridades, del presidente…”.

ALCALDE FANTASMA
La última celebración de la Semana Santa fue una buena oportunidad para que el alcalde provincial de Bolívar, Alejandro Echevarría Valle, se reconcilie con su pueblo, pues aunque en Trujillo se piense que él está haciendo una buena gestión, allá, a más de tres mil metros de altura, los bolivarianos no están contentos. A pesar de esto, durante los días santos en que el pueblo organizó una fiesta religiosa al mismo estilo de Otuzco, el burgomaestre brilló por su ausencia.
Los bolivarianos responsabilizan a su alcalde del retraso en el que viven y, en parte, no se equivocan. Echevarría, en primer lugar, no vive en Bolívar. Él viaja constantemente a Trujillo y Lima para revisar sus empresas, lo cual causa descontento.
Pero el alcalde de Unidad Nacional colocó la cereza en la torta durante las últimas elecciones presidenciales. Sus colaboradores, según las investigaciones, mataron dos reses para regalar exquisitos almuerzos y repartieron útiles escolares a escasos días del sufragio.
“Un día vinieron de la Municipalidad y me dijeron que iban a pintar mi fachada con una propaganda de Lourdes, pero yo hablé con mi esposo y no aceptamos. Además, yo le estaba dando pensión a ocho trabajadores de la ONPE y ellos me dijeron que no lo permitiera. Sin embargo, al día siguiente desperté y en mi pared estaba el inmenso anuncio de Lourdes. Mis pensionistas se tuvieron que ir. Nadie me ayudó”, relató doña Delia Gariza.
Quien decidió ponerse del lado del pueblo y dar cuenta al Ministerio Público de estos hechos es el bachiller en derecho Elí Chilcho Floríndez, quien presentó una denuncia contra el alcalde por presunta malversación de fondos, sustentada en una factura a nombre de la Municipalidad por compra de brochas para pintar anuncios propagandísticos. “Aquí todas las autoridades se unen y hacen fuerza para que nadie les haga nada. Hay mucha corrupción”, dijo el futuro abogado.
En el caso del supuesto proselitismo intervino el Jurado Electoral de Santiago de Chuco, cuyo presidente, Pedro Navarro, dijo que el 70% de pintas de Lourdes las realizó en Bolívar el alcalde y su personal. “Como es una zona alejada, carece de fiscalización inmediata”, dijo Navarro a La Industria a principios de abril.

UN PUEBLO DESCONECTADO
A Bolívar, mucho menos a los caseríos más alejados, no llega ni un solo periódico. Ni los más populares y baratos. Los pobladores se enteran de lo que pasa en el mundo por Radio Programas, aunque la señal de esta emisora nacional en ocasiones se pierde o llega entrecortada. Pensar en televisión por cable en esta provincia con más de 17 mil pobladores, es un sueño.
Lo que sí hay en Bolívar es Internet. Aunque cuesta tres soles la hora y es más lento que una tortuga. Adjuntar una foto demora entre 25 y 30 minutos, cuando no debería pasar los dos o tres minutos. Así de pesado también es el servicio telefónico, al cual se puede acceder en dos centros comunitarios aledaños a la plaza de armas. Allí, enviar un facsímil cuesta cinco soles. No queda otra, sólo pagar.
A pesar de estas limitaciones que contribuyen con el letargo y desconexión de los bolivarianos, para Luciano Chiguala Puitiza, dueño del restaurante El Buen Sabor de Bolívar, el principal problema de su pueblo es la incultura generalizada, que descansa en los cimientos de una pésima calidad educativa que ofrecen los profesores en las escuelas de primaria y secundaria. “Aquí nos envían a los peores profesores… son profesores de tercera. Incultos y mediocres, que ‘corretean’ a los buenos maestros que llegan de vez en cuando”.
Chiguala se dio cuenta de esto cuando su hija postuló a la Universidad Nacional de Trujillo y sólo ingresó a la escuela de Enfermería al cuarto intento. “Los chicos que ocupan aquí el primer o segundo puesto en el colegio, no saben nada en Trujillo. Ya estamos a mediados de abril y las clases aún no comienzan… Por eso estamos así, callados ante la indiferencia de las autoridades”, dijo el comerciante.
Chiguala Puitiza también considera vital mejorar el servicio de salud, no sólo en la capital de la provincia donde existe una posta del Ministerio de Salud regentada por un obstetra, sino sobre todo en las zonas más alejadas como Bambamarca y Condormarca, a donde sólo es posible llegar montado en acémila. “El servicio es pésimo, te atienden cuando quieren. Pero nadie dice nada. ¿Se imagina si alguien tuviera una peritonitis? Se muere en el camino porque hasta Cajamarca demora siete horas”.
Falta de carreteras, educación de mala calidad, servicios de salud insuficientes y, para colmo, líderes irresponsables y un pueblo sometido, son los principales problemas de este recóndito punto de La Libertad que bien podría compararse con Macondo. La diferencia es que el pueblo magnífico del Nobel colombiano es hijo de la literatura y –al final de su existencia– se lo llevó un vendaval. ¿Pasará lo mismo con el Bolívar de La Libertad, que sí existe? El tiempo lo dirá.

Abril, 2006.

lunes, abril 23, 2007


Tocando el cielo en La Ramada
A sólo 15 minutos de Trujillo se ubica un lugar privilegiado para la aventura


“Hemos llegado”. Julio Pingo Campos, líder de la excursión, lanza su abultada mochila a la arena, suspira, apunta su mirada al horizonte y ajusta su pantalón de camuflaje. “Éste es el paraíso”, expresa. El lugar que nos cobija es conocido como La Ramada. Se trata de una caleta de pescadores con sólo algunos ranchos de esteras y bambú armados cerca de la orilla, a la cual se llega por un desvío de herradura ubicado en el kilómetro 546 de la Panamericana Norte, a 15 minutos al sur de Trujillo. Desde la cima de la colina que acabamos de escalar se puede respirar la soledad de esta playa de pescadores nostálgicos, que se hacen a la mar en caballitos de totora o lanchas artesanales. Las aguas son cristalinas y cerca de la orilla yerguen desperdigados múltiples peñascos, todos cargados con algas que atraen a cherlos o chitas.
La colina que nos alberga tiene unos 15 metros de profundidad y se ubica estratégicamente a 60 metros de distancia de otra de similar altura. Ambas están a la entrada de la caleta y, para este equipo de aventureros, son un lugar privilegiado del norte peruano –pero nada difundido– para la práctica de disciplinas alternativas como la tirolesa (cruzar de un cerro a otro a través de una cuerda), el rappel (descenso de montaña en cuerda) y el sundboard (especie de surf pero en arena). Además de esto, la playa tiene profundidad y fuerza apropiadas para la pesca deportiva y el buceo con snorkel. Realmente, un paraíso para quienes aman el derroche de adrenalina, con formaciones tan caprichosas como los Andes de Huaraz; pero claro, no cubiertos con nieve sino con arena.
Mientras arriban los últimos de la delegación, Julio aprovecha el tiempo para hurgar entre la arena y encontrar los amarres que en su última visita dejó plantados. Como un niño, introduce sus manos y cosquillea al cerro, para –al cabo de unos segundos– desenterrar una cadena de acero. “Aquí ataremos un extremo de la cuerda y luego la extenderemos hasta la otra cima, donde hay un anclaje igual”, explica, mientras ajusta con fuerza un nudo que él conoce como “vuelta de escota”.

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¡Estoy volando! Es un privilegio, o tal vez una locura, estar suspendido de una cuerda entre dos cerros. Una caída sería mortal. Tal vez por ello la secreción de adrenalina se haya elevado hasta niveles insospechados en mi organismo. Hacia abajo, el camino que –de caer– soportaría mi última sensación; hacia la izquierda, el inconmensurable; hacia la derecha, dunas, cerros, granjas y espárragos que brotan del arenal. Arriba, en cielos grisáceos, vuela en círculos un gallinazo, como esperando mi caída para saciar su apetito. Su presencia me incomoda, y me obliga a extender los brazos sobre mi cabeza y jalar con más fuerza la cuerda para llegar al otro extremo. Con los riñones adoloridos pero el alma más libre que nunca, Cristian me recibe. “¿Es increíble di?”.
La operación ha sido repetida por todos los integrantes de la delegación. El primero fue Julio, quien demostró toda la experiencia adquirida en sus tiempos de rescatista de Defensa Civil. Él se encargó de colocarnos el arnés, ajustar las cuerdas, asegurar los snaples (ganchos de acero) y lanzar múltiples recomendaciones para evitar alguna desgracia. Su turno fue el más fotografiado, pues su pericia lo llevó a realizar un descenso en “T”, lanzándose de cabeza hacia el vacío y burlando a la muerte confiado en que la cuerda no se rompería. Según lo que dijo, este tipo de ejercicio es muy útil para los bomberos cuando deben rescatar a víctimas en pozos o profundidades. El rescatista desciende de cabeza, coge al herido, tira de la cuerda dos veces y ambos son jalados a la superficie.

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Mientras caminamos hacia otra duna para practicar rappel, Julio habla de sus sueños, aventuras y de los lugares que descubrió con sus compañeros de Truxillo Extremo. Asegura que “antes de morir” descenderá en cuerdas de un reservorio y que le hubiera gustado participar en el “Desafío del Inca”. “No me presenté porque me dijeron que debía vestirme como Inca”, confía.
Truxillo Extremo fue fundado oficialmente en noviembre de 2004 para promover el turismo y deporte alternativos en La Libertad, realizando excursiones a lugares sagrados como Keneto en Virú, la laguna de Sausacocha en Huamachuco o el bosque del Cañoncillo en San Pedro de Lloc. La consigna de estos entusiastas jóvenes es “no a lo trillado” y “sí a lo nuevo”.
“Todos los turistas creen que Trujillo sólo es Chan Chan, El Brujo o las huacas del Sol y la Luna, porque los demás sitios no están promocionados. Sin embargo, en La Libertad hay lugares mágicos como esta playa, por ejemplo, donde se pueden practicar muchos deportes de aventura. En realidad, no tenemos nada que envidiarle a Huaraz”, asevera Julio.
Cristian, a quien todos llaman “El Flaco”, recuerda la antigua represa de Chicama que bautizaron como “El Santuario”, que –según dice– es una olla gigante donde sólo los más experimentados podrían realizar descensos en “T” al mismo estilo de Huaraz. “El Flaco”, mientras ata la cuerda para el rappel, recuerda que en el festival Ecovida 2005 de Virú no les fue muy bien, pero muestra optimismo cuando habla de la séptima fecha del Campeonato Nacional de Motonáutica, que ellos tendrán a su cargo el próximo septiembre en Puerto Morín.
Percy y la intrépida Tatiana, quienes aún son novatos en estos menesteres, practican el rappel, mientras Cristian “El Cojo” y Víctor descansan sentados en rocas. El sol aumenta su fuerza con cada segundo y los rostros se van tornando enrojecidos.

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La caminata o tracking se ve interrumpida por hondos acantilados y –por momentos– uno deja de ver al resto del equipo y se siente solo en medio del desierto. De cuando en cuando, un cañán espantado cruza presuroso el camino, ante la invasión de su terreno. El último deporte que se practicará es el sundboard. Aunque olvidamos la cera para las tablas, la duna es lo suficientemente empinada para agarrar la velocidad requerida. La experiencia es emocionante, aunque antes de llegar al fondo de la fosa hay que lanzarse o quitar un pie para frenar. De lo contrario, el impacto con las rocas de la profundidad sería fatal.
Para suerte nuestra y desdicha de nuestro amigo rapaz, todos estamos sanos y salvos. El día en esta caleta está terminando y los vientos cada vez soplan con más fuerza. Los rayos solares nos dan una tregua para emprender la caminata hacia la carretera Panamericana y abordar un microbús a Trujillo. Una sensación de que en La Libertad hay miles de sitios similares a esta playa de ensueño invade al equipo de aventureros. La promesa es descubrirlos y –por qué no– conquistarlos.

Agosto, 2005.
Contrastes de La Incontrastable
Un viaje de placer a Huancayo se transformó en una triste historia

La noche en que el demonio descargó su furia contra su indefensa súbdita, yo tomaba calientito con Ismael en una cantina cercana al parque Constitución de Huancayo. Sólo habían transcurrido tres horas desde mi arribo a esta ciudad de los andes centrales peruanos, ubicada a más de 3 mil 350 metros de altura, y ya estábamos metidos en un guarique, embriagándonos y buscando la compañía de alguna dama solitaria.
Ismael, un tipo introvertido y de tez trigueña con quien estudié en Trujillo la secundaria, llegó a Huancayo a los 20 años, es decir hacía cuatro, y conocía todos los bares y cantinas de la ciudad. Aquel sábado, cuando me recogió en el terminal, vestía una polera floja y oscura para ocultar su rolliza silueta.
El viaje de Trujillo a Huancayo, ciudad conocida como La Incontrastable en mérito a la férrea resistencia de los antiguos Wankas contra el poderío de Los Incas, duró más de 15 horas. Valió la pena. La intención original era divertirme, pero el destino cruzó en mi camino a una chica con alma ensangrentada que hablaba del suicidio como única solución a sus martirios. Una chica desconsolada que vive sumida en el círculo más profundo del infierno: su propio hogar. Y como en todo infierno hay un demonio, éste se hace llamar papá. En otras palabras, una chica, elegida alguna vez Miss Turismo Huancayo, fiel reflejo de una sociedad que bien podría llamarse machista.

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En Huancayo, localidad convertida en nexo del comercio y del transporte entre la costa y la montaña, la población es amable y –en algunos casos– más liberal que en Trujillo. Muestra de esto ocurrió aquella noche en el guarique con Ismael, donde gran parte de las mesas estaba ocupada por mujeres solitarias que degustaban calientito (trago elaborado con té, ron y limón) o bailaban con miembros de su mismo sexo.
El centro histórico no tiene que envidiarle nada a ciudades como Arequipa o Cuzco. En el parque Constitución, que equivale a la plaza de armas, vuelvan en cuadrillas las mismas rechonchas palomas characatas y se pierden por minutos en el campanario de la catedral. En este lugar así como en Lima –según un criticado personaje cómico– bailan las aguas. Es cierto. Son cinco las piletas que arrojan aguas al viento al ritmo de polcas, sayas, rock o marineras. El líquido detiene su danza cuando la música que emiten los parlantes aledaños a las piletas se apaga. Un verdadero espectáculo para el visitante.
Tras siete días de permanencia en Huancayo, y luego de cruzar las sinuosidades de los ríos Rímac y Mantaro así como innumerables túneles, luego de apreciar los nevados de Ticlio y al ferrocarril más alto del mundo perderse entre los cerros como un gusano hambriento en una manzana gigantesca, el visitante aprende a comer pollo con la mano, a reemplazar la Inca Kola por una Sparkling Limón, a fumar cigarrillos de diez céntimos, tomar jarras de alcohol de dos soles y degustar truchas de cinco. Aprende que en la sierra el cielo es traicionero y que –por más pobre que parezca un poblado– nunca faltará una cabina de Internet.

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Aquella primera noche conocimos en el bar a tres hermanas que habían conseguido permiso de su madre para salir a bailar. Estaban solas. La mayor tenía 20 años, la siguiente 18 y la menor, apenas 16, aunque aparentaba más. Blanca, la mayor, quien vestía una blusa que dejaba ver los amarres de su brasiere y aretes de plástico amarillo que se perdían entre su necia cabellera, comentó más tarde que tenían dos hermanos celosos, además de un padre medio loco. “Ese hombre está enfermo, pero yo no le hago caso, me da igual”, dijo y luego sonrió, aunque su mirada exponía un alma sufriente.
A las 2 de la mañana, hora que marcó el final de su permiso, acompañamos a las chicas a su casa. Abordamos un taxi y las dos menores pidieron ir a un barrio cercano al cementerio, donde vivía su madre. Sin embargo, Blanca debía quedarse en la casa de su padre, en la parte alta de la ciudad.
Era un barrio oscuro, no muy lejano del centro histórico. El auto se detuvo en la intersección de dos calles y Blanca nos pidió partir con premura antes de que su padre la descubra llegando con dos tipos.
–Al barrio de El Tambo por favor, dijo Ismael.
El taxista dio vuelta a la manzana y al llegar a la calle de Blanca, pero en la siguiente cuadra, observamos algo que parecía ser una pelea de callejeros. ¡Espere!, dijo Ismael.
–Le están pegando a la flaca. Entra para ayudarla.
–“No compadre, no te metas en líos ajenos. Esto es algo común acá. ¿De dónde eres ah...?”, reprendió el taxista antes de seguir la marcha y salir hacia una plazoleta.
No se trataba de una pelea de callejeros, borrachos o malvivientes. Era el padre de Blanca, castigándola con una correa en plena calle, con la furia única de un alcohólico abandonado recientemente por la mujer que lo soportó más de treinta años. Por fortuna, Blanca escapó por un terreno abandonado y salió a la plazoleta que aún cruzaba nuestro carro. Estaba agitada. Pálida. Con el cabello alborotado. Avergonzada en cierto modo.
–Vamos, sube.
–No, váyanse. Si me ve me mata.
–Sube no más.
El resto de la noche la pasamos en una cantina. Blanca lloró, se lamentó por haber nacido y nos mostró las marcas en su pierna. Tenía una que sangraba tras de la rodilla izquierda. “Lo odio. Siempre es igual. Él nunca me ha querido, pero a ver que le toquen a uno de sus hijos hombres... allí salta. Allí los defiende. Es que son hombres”, nos confiaba.
–¿Y con tus hermanas es igual?, preguntó Ismael.
–Él es un alcohólico y cuando viene a la casa para buscar a mi mamá, si nos ve, nos pega por gusto. Lo peor es que mis hermanos no nos defienden. Estoy segura que si lo denunciamos nos mata. Por eso yo me voy a matar. Quiero irme al cielo, allí estaré mejor seguro, añadió, antes de comunicarse con su madre para pedirle que la acoja en su casa.
Desde aquel día puse mayor atención al comportamiento de los huancaínos –sobre todo los adultos– y observé más de un hecho desagradable. Por ejemplo, en los microbuses los hombres bajan primero que las mujeres y no las ayudan, aunque éstas tengan grandes bultos en la espalda o estén embarazadas. Lo mismo ocurre en las calles, donde las mujeres siempre caminan detrás de sus maridos.
En los siguiente días, Blanca escapó algunos horas de su infierno para encontrarse con nosotros. Recorrimos la ciudad, fuimos al cine, visitamos poblados cercanos como Ingenio y Santa Rosa de Ocopa. Por fin vimos una sonrisa en su rostro. Aunque sospechamos que se trataba de un gesto fugaz.

lunes, abril 16, 2007


El sobrino perdido
de César Vallejo
A sus 78 años, César Vallejo Ynfantes, sobrino carnal del vate universal, rememora algunos pasajes de su niñez y observa con tristeza y decepción el abandono que sufre la casa donde nació su tío, ubicada en Santiago de Chuco.

Cuando César Vallejo vivía en la lejana París con su amada Georgette, tras haber soportado prisión injusta en los antiguos calabozos del jirón Pizarro, en su natal Santiago de Chuco nacía el primer hijo de Néstor Vallejo Mendoza, su hermano más querido, con quien jugueteaba de niño en los corredores y en el poyo de su casa paternal.
Tras el alumbramiento, Néstor, mayor que César por cuatro años, envió una carta a Francia con el siguiente mensaje: “He tenido un hijo y le he puesto César en recuerdo tuyo”. La respuesta del vate, quien nunca llegó a tener descendencia, fue inmediata: “Quiero que me mandes a París a ese chico que se llama César como yo, cuando cumpla diez años”.
El tiempo transcurría y el pequeño César Vallejo Ynfantes solo esperaba tener la edad prometida para viajar a Francia y conocer a ese tío que su padre tanto quería. Sin embargo, el destino, cruel como nunca antes, le arrebató un Viernes Santo la posibilidad de partir al Viejo Continente. El niño cumplió diez años en 1938, precisamente cuando en Francia moría el poeta universal víctima del olvido de su familia, de su ciudad y de su país.
Ya han transcurrido casi siete décadas desde aquel episodio aciago, y el pequeño sobrino es hoy un hombre de 78 años que guarda en su rostro enjuto la misma nostalgia que irradiaba el poeta en su mirada. Por momentos, cuando hace reposar su rostro en su mano derecha, parece ser el mismo poeta reencarnado en un alma hoy añeja. Es delgado y moreno, tiene la misma frente amplia y las orejas largas del vate, y frunce el ceño tal como lo hacía su tío. “Todos los Vallejo somos iguales, flacos y trigueños”, comenta mientras camina con dificultad por las calles de Santiago de Chuco hacia la Casa de Vallejo, donde él vivió desde los tres hasta los 12 años de edad. Ahora, él vive en Lima con sus descendientes.

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La niñez de Vallejo Ynfantes estuvo marcada por dos hechos: la temprana muerte de su madre en Santiago de Chuco, cuando él apenas tenía dos años, y los continuos viajes de su padre a diferentes provincias del país. Como magistrado, don Néstor Vallejo recorrió poblados de Amazonas, La Libertad y Ancash, apartándose así por períodos prolongados de su primogénito. Por ello, el pequeño César vivió con su tío Víctor en la casa de Santiago hasta cumplir 12 años. “Muchas veces he dormido en el cuarto del poeta. Mi padre tenía que trabajar y lo cambiaban de provincia en provincia, por eso mi tío Víctor, el mayor de los hermanos, me crió”.
La primaria la cursó en Santiago y los dos primeros años de secundaria, en el colegio San Nicolás de Huamachuco, el mismo donde estudió su tío. Sin embargo, cuando su padre fue transferido a la Corte Superior de La Libertad, el ya adolescente César se mudó a Trujillo y terminó sus estudios en 1945 en los claustros del viejo colegio San Juan, los mismos que alguna vez su tío también recorrió, pero como maestro.
El 15 de abril de 1938, durante una visita a Lima, ciudad donde vivía su padre con su nueva esposa y sus dos pequeños “medios” hermanos, César recuerda que aún de madrugada alguien tocó muy fuerte la puerta de la casa, que se ubicaba en la calle Cómodas del Rímac. Era su primo Néstor Vallejo Gamboa, hijo de su tío Víctor, quien llegó a ser primer edecán del presidente Óscar R. Benavides. Fue él quien se encargó de transmitir a su padre la mala noticia llegada desde París. César Vallejo había muerto. “Todos llorábamos. Yo no sabía muy bien qué había pasado, pero ese ambiente de tristeza me contagió y lloré mucho (lágrimas humedecen su rostro). Desde entonces, mi padre se enfermó y vivió compungido hasta que murió”.
La familia Vallejo asistió en Lima a una misa oficiada en la iglesia La Merced del Jirón de la Unión para rezar por el descanso del poeta. Pero tal vez quien más sintió el repentino deceso fue Néstor, su padre, quien era el hermano entrañable del poeta. Ellos estudiaron juntos en Huamachuco, en el colegio San Nicolás, y luego en la Universidad Nacional de Trujillo. Tan unidos eran, que Néstor entregó todos sus ahorros al poeta en 1923, antes de que este partiera hacia París. En su despedida solo estuvo él y su amigo Crisólogo Quesada. “El doctor nos decía que no le recordemos a mi padre la muerte del poeta, que lo distraigamos y que le hablemos mucho. Él se quedó muy mal y así vivió 30 años más”.
Aunque nunca conoció a su tío, su padre y su tía Natividad (fallecida en 1982), siempre lo describieron como jovial e inquieto. Incluso, en su niñez, el poeta bailaba en comparsas para las fiestas de julio en Santiago de Chuco. Ese mismo espíritu lo demostró en Trujillo años después con sus compañeros del Grupo Norte: Antenor Orrego, Víctor Raúl y Macedonio de la Torre, entre otros, con quienes vivió innumerables reuniones de bohemia. “Cierta vez, cuando mi padre era juez en Huamachuco, le compró al poeta muchos pares de zapatos, camisas y pantalones, pero cuando llegó a visitarlo a Trujillo, se enteró que sus amigos se habían llevado todo. Así era el poeta, noble y desprendido. Claro que, tras su encarcelamiento, su forma de ver el mundo se ensombreció”.

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Tras una larga caminata cuesta arriba, Vallejo Ynfantes ha llegado hasta la casa del poeta. Se detiene, respira hondo y deja ver su trémulo cuerpo cubierto por un sacón beige y una camisa blanca de cuello, acompañada por una corbata con grabados similares a una gota de sangre vista a través de un microscopio. Su rala cabellera permanece inmutable, como él. La pausa se prolonga unos segundos más y algunos caminantes observan al visitante entristecido y mudo. “¡Qué horrible!, ¡qué barbaridad!”, exclama el sobrinísimo del poeta y rompe su silencio. La casa, mal llamada museo, da pena. El balcón está roto y, para colmo, la puerta está cerrada. “¿Así tienen esta casa, que debería ser un santuario? Mucha pena me da”, añade.
Algunas personas que se han enterado de su parentesco con el poeta se detienen para tomarse una fotografía de recuerdo. Don César acepta. Luego golpea fuerte la puerta de la casa, pero nadie responde. Es domingo y muchos forasteros visitan la ciudad andina. “Es una lástima que las autoridades tengan así esta casa, pero en realidad no me llama la atención, porque en este país la cultura siempre ha sido la última rueda del coche”, declara y luego retorna compungido hacia la Plaza de Armas.
Precisamente, el olvido de los peruanos por la obra del poeta ha motivado a Vallejo Ynfantes a remar contra la corriente. Tras haber laborado hasta 1968 como periodista (estudió en la Escuela Bausate y Meza de Lima) en los diarios Universal, Última Hora y La Tribuna, y luego de haber convertido en profesionales a sus cuatro hijos, integró la asociación “Capulí, Vallejo y su tierra”, así como la “Red Americana de Integración de Cultura de Servicios Sociales”. A través de ellas, el sobrino organiza exposiciones gráficas y conversatorios con la finalidad de reivindicar la memoria del tío que nunca conoció.
«Es un privilegio ser pariente de Vallejo. Siento mayor responsabilidad conforme pasan los años. Es como si Vallejo me llamara desde la tumba y me dijera: “Insiste, insiste”. Me he dedicado a difundir su obra. El mensaje de Vallejo no solo llega a mi retina, lo llevo en el alma, en mis neuronas, en las fibras más íntimas. Me he arrogado la responsabilidad de mantener incólume esa dignidad del poeta, que la conservaré hasta el último instante».
Aunque el sobrino del poeta sueña con la utopía de que el mundo será algún día como lo imaginaba su tío, el caminar de este hombre es una muestra fiel de que César Vallejo legó una obra literaria, social y filosófica invalorable. Si algún día él mismo escribió: “César Vallejo ha muerto, le pegaban todos sin que él les haga nada; le daban duro con un palo y duro también con una soga”, ahora podríamos decir: ¡César Vallejo no ha muerto!, vive en el alma de su sobrino y en el corazón de todos los peruanos.

Pier Barakat Chávez
Junio, 2006.
Viaje al místico Chepén
Tierra de afamados literatos como Eduardo González Viaña e Isaac Goldemberg, ubicada al norte de La Libertad, guarda un celoso encanto casi imposible de descifrar para un periodista –por momentos– escéptico.

La mañana en que pisé tierra chepenana, luego de un viaje zigzagueante y aterrador en un bus asesino que por lo visto aspiraba al grand prix, un sol de bochorno ardía en los cielos y lanzaba inclementes fucilazos en cerebros, hombros, brazos, pistas, aceras y en los infelices perros de la calle. Era uno de esos días en que las neuronas, amodorradas y por poco achicharradas, hacen sinapsis en cámara lenta y sólo centran los pensamientos en satisfacer una necesidad primaria: la sed. El conductor criminal del ómnibus abandonó a algunas almas en la Carretera Panamericana (incluyendo la mía) y en cuestión de segundos los viajeros nos vimos acorralados por una hambrienta bandada de mototaxis. La visión era la misma que se capta en toda ciudad de tránsito invadida por inmigrantes andino-costeros, con casas misérrimas en los laterales, un cerro de fondo, hostales de estrellas solitarias, un quiosco, una bodeguita, un par de farmacias y, claro, el infaltable grifo. Con un panorama de bienvenida en estas condiciones, la misión que me encomendaron: encontrar la mística de Chepén, esa fuerza mágica y sobrenatural que inspiró a grandes literatos nacidos en esta ciudad liberteña, iba a ser más complicada y confusa de lo que había previsto. “A un hotel, por favor”.
Conforme la mototaxi avanzaba hacia el centro de la ciudad, el paisaje iba mejorando. Una avenida estirada con berma de concreto y flores salpicadas, ataviada con los ambulantes propios de las ciudades modernas del Perú, fue el preámbulo de los jirones más céntricos e históricos. La habitación que me tocó, en un cuarto piso, con vista a la Plaza de Armas, agua fría y caliente, televisión por cable y una ubicación tan cercana a la iglesia que el viejo e impresionante reloj de la torre la hacía retumbar cada cuarto de hora, aminoró mi sofocación en esta tierra de algarrobos, arrozales y comercio, de aires entre serranos y costeros y de gente extremadamente amable. Un duchazo y a la calle. A revelar los misterios de Chepén.

Cuna de escritores. Isaac Goldemberg (1945) y Eduardo González Viaña (1942) son los literatos más grandes que ha exportado Chepén al mundo. El primero, hijo de un judío y de una peruana, sólo permaneció sus primeros ocho años de vida en esta ciudad (luego partió a Lima y hace muchas décadas vive en Estados Unidos) pero la relación con su pueblo natal es tan estrecha que aún no ha escrito un libro donde no mencione a Chepén. Basta con sólo citar el título de una de sus grandes novelas: De Chepén a La Habana (1973). González Viaña también partió de Chepén de manera temprana, pero se quedó cerca, en Pacasmayo. Aunque él rememora en numerosos escritos su niñez en este nostálgico puerto, no olvida que nació “a los pies de un cerro, en un pueblo del norte del Perú”, según confiesa en su obra La dichosa memoria (Librusa, 2004). “Dicen que nací de pie –prosigue–. Era uno de esos días en que el fulgor de la constelación del Escorpión incendia los cielos del sur, y en el momento en que nacía, las campanas de la iglesia cercana llamaban al pueblo a rezar el Ángelus…”. ¡Ajá!, la iglesia contigua a mi hotel.
Goldemberg, cuando partió a Lima a vivir con su padre de origen hebreo, y posteriormente en su autoexilio en Nueva York, emprendió una búsqueda de su identidad medio oriental que se materializó años más tarde en su antología El Gran Libro de América Judía, texto que lo catapultó hacia el podio de los grandes de la literatura latina. “Siendo realista, admito que quienes en el Perú no conocen mi obra se pregunten ‘¿qué me puede decir un judío sobre el Perú?’, mas si pudieran abordarla percibirían que habla más de los peruanos que de los judíos”, declaró recientemente el autor chepenano al portal web http://www.andes.missouri.edu/.
Pero es en otra entrevista a Goldemberg donde por fin hallo una pista de la mística chepenana. El también autor de La vida a plazos de don Jacobo Lerner expresa que lo que más recuerda de Chepén “es su atmósfera ritual, esa mezcla de paganismo y catolicismo, casi como si se tratara de un pueblo medieval y que lo convertía en una especie de pequeño ‘teatro del mundo’. […] Pienso que de esa experiencia nació mi preferencia por el tipo de literatura que celebra las alegrías y se duele de los pesares de la existencia humana. […] Para mí Chepén es como un pueblo sacado de la Biblia”.
González Viaña me da otra pista del embrujo que posee Chepén en su libro ya citado La dichosa memoria. Una de las historias titulada ¿Isaac Goldemberg existe?, cuenta que algún día de 1976, durante una reunión en el Village de Nueva York, recién conoció a su paisano chepenano. En medio de una conversación entrecortada, ambos coincidieron en todo: eran peruanos del norte, escritores, de Chepén e incluso habían vivido en la misma calle.
–“[…] ¿Y en qué distrito de la provincia has nacido?
–En Chepén, en la calle Lima, –respondemos los dos al mismo tiempo–” […]
¡Increíble! Algo especial debe guardar esa calle.

En la calle Lima… y algo más. Aunque Goldemberg y González Viaña alguna vez recorrieron en su infancia la calle Lima de Chepén, no creo que ésta los haya inspirado demasiado para convertirse en grandes literatos. Esta arteria, que se ubica tras de la Plaza de Armas, es escenario de una pasividad extrema, interrumpida sólo por el ruido de las mototaxis. Cuando camino en este jirón cubierto de concreto, que aloja a viejos hostales y casonas, nada extraño me invade. Algunos vehículos circulan a gran velocidad y un niño cobrizo me observa con sorpresa mientras capto algunas fotografías. Camino hacia la Plaza de Armas. El impresionante reloj de la iglesia me toma por sorpresa. 2:15 de la tarde. Almuerzo. Descanso. Me vuelvo a duchar. La tarde ya cayó y en la plaza hay fiesta. Salgo del hotel y una turba de apristas al ritmo de la marsellesa recorre las calles y lanza arengas a su maestro Víctor Raúl. “¡Haya vive!”, vocifera uno, todos repiten. Ellos se dirigen hacia mi derecha, yo doblo a la izquierda. Chepén de noche. Negocios y más negocios. Un semáforo que nadie respeta colocado en la esquina de la iglesia cambia a verde y una ráfaga de mototaxis nuevamente se cruza en mi camino. Chepén es una ciudad de comerciantes, donde todo se compra y todo se vende. Es un punto de conexión mercantil entre la costa y la sierra. Casi nada queda del Chepén que en 1864 visitó y describió el sabio Antonio Raimondi: “Un pueblo algo grande y con apariencia de los pueblos de la costa, con casas de quincha y enlucidas de barro”.
Cerca de 150 años después, en cada esquina de Chepén hay bancos y cajas financieras, farmacias, locutorios, cabinas de Internet, panaderías, restaurantes, tragamonedas y todos los negocios que uno puede imaginar. Este movimiento nocturno es el estigma que me hace recordar que estoy caminando en una ciudad de la costa y no en un poblado del ande, donde las personas duermen –a más tardar– a las 9 de la noche. Ceno un sabroso pollo a la brasa, bebo una chicha morada helada y regreso a mi guarida. A esperar las primeras luces.

El sabio del pueblo. Roque Miguel Tucto Chávez, periodista e historiador chepenano de 73 años, a quien por suerte encontré en la Biblioteca Municipal leyendo La Industria, definitivamente está enamorado de Chepén. Es más, él considera que esta ciudad es “divina”. “Hay una duna cerca de Pacanguilla que, a la distancia, parece ser el mismo Cristo en posición reflexiva y orando por nuestra tierra”, expresa este hombre de hablar pausado y movimientos sutiles que todos conocen como el cronista del pueblo, el hombre que protege su identidad y que, por fortuna, no olvida ni siquiera un detalle de la historia. La calle Lima vuelve a impresionarme pues, según Tucto, en este jirón prodigioso también nació otra gran escritora chepenana, Julia Wong (1965), quien ya se ha consagrado dentro y fuera del país con obras como Historia de una Gorda (Libertad, 1994), Los Últimos Blues de Buda (NoEvas Editoras, 2002), Iguazú (Ediciones Atril, 2004) y Ladrón de Codornices (Ediciones Patagonia, 2005), entre otras.
–¿Qué tiene de especial esa calle que exporta a tan buenos literatos?, le pregunto.
–Debe tener algún encanto escondido, pero eso realmente sólo lo sabe el de arriba, dice y señala el techo con el índice.
Tucto no deja de mencionar nombres de chepenanos exitosos. La compositora y poetisa Maruja Tafur Núñez; Jorge Linares Vásquez, afamado físico nuclear radicado en Francia; el conocido sacerdote Víctor Hugo Tumba Ortiz; el doctor y también historiador Manuel Burga Díaz, quien llegó a ser rector de la Universidad Mayor de San Marcos; y el también rector de la Universidad Federico Villarreal de Lima, José María Viaña Pérez, son sólo algunos personajes que conforman la interminable lista de Tucto, quien ahora señala que la mística de Chepén la llevan sus hijos en la sangre, en el alma, como una fuerza que los encamina a realizar proezas dentro o fuera de esta tierra –citando adjetivos de Tucto– soberana, inmortal, bella, gloriosa, alborozada, orgullosa.
Tantos calificativos positivos para esta ciudad, que al comienzo me mostró su cara más dura pero que a escasos minutos de mi partida me ha envuelto en su aura de glorias e hijos prodigiosos, me hacen por fin entender que Chepén es una tierra glorificada por sus descendientes y su bagaje histórico, que siempre seguirá brillando en el norte, que nunca será devastada como el Macondo garcimarquezano y que –como bien compuso el afamado decimista Nicomedes Santa Cruz– “antes que el rudo Pizarro y antes que el Inca también, cuando el cerro era guijarro ya Chepén era Chepén”.

Pier Barakat Chávez
pierbarakat@laindustria.com
Febrero, 2007.

El padre de
“Los 80”
Segundo Rodríguez, alias “El Chueco”, cuenta sin reparos la historia de la sanguinaria banda delincuencial “Los 80”, que fundó con sus hijos –según él– para proteger a los vecinos de Florencia de Mora.

A mi lado está sentado un delincuente; aunque para ser francos, él asegura que ya está “plantado”. Un hombre de 65 años, natural de Quiruvilca (Santiago de Chuco) que en sus años mozos cometió grandes robos en complicidad con “Mono Trujillo” y otros hampones de alto vuelo. Con el habla enredada y moviendo un bigote blanco al estilo Chaplin, Segundo Rodríguez Rojas se ha presentado como el papá de quienes fundaron la sanguinaria agrupación delincuencial “Los 80”. Nos encontramos en el segundo piso de la municipalidad de Florencia de Mora, cerca de donde hace unos instantes pasó un sonriente alcalde junto con algunos regidores. Segundo Rodríguez o “El Chueco” acudió al edificio edil para solicitar “ayuda” pues quería aclarar en La Industria lo que se viene difundiendo acerca de su banda familiar. Así me contactó.
Aunque asegura que es algo cegatón, mueve los ojos con agilidad. Lleva puesta una gorra de Pepsi y al hablar muestra una dentadura desgastada y amarillenta. Rodríguez Rojas dice que sus hijos, con su consentimiento, fundaron “Los 80” para exterminar a los integrantes de la banda “Los Pájaros”, quienes por largo tiempo sembraron zozobra en calles y casas de Florencia de Mora. En realidad, “El Chueco” se sublevó contra esos criminales desde que balearon a uno de sus hijos en su vivienda de la calle 20 de Septiembre 828. Con mucha seguridad, él niega que sus vástagos sean sicarios, pero reconoce que otros delincuentes que también integran “Los 80” sí están metidos en eso. Entre ellos mencionó a los hijos de “Loco Gera” y los compinches del ya famoso “Toñazo”, quien hace algunos días acribilló a cuatro hermanos en una casa de Florencia de Mora.
“El Chueco” es padre del difunto Jesús Rodríguez Miñano, alias “Kimono”, un muchacho que murió abaleado la semana pasada en el balneario Las Delicias. Él asegura que al criminal lo conocen como “Chimbotano” y jura con crudeza que lo matará, exteriorizando una mezcla de odio y melancolía que evidencia el estado de inseguridad que se vive en el distrito trujillano de Florencia de Mora.

–Usted fundó una banda y lo cuenta con cierto orgullo. Dígame alguna de sus razones.
–“Los 80” nació en febrero del año pasado para poner orden en el distrito y matar a “Los Pájaros”. Ellos balearon en la pierna a mi hijo Jesús y después fueron a disparar a mi casa; como casi matan a mi mujer, mis hijos decidieron unirse para eliminarlos a todos. Mi hijo Walter se reunió con “Los Geras” y “Los Toños” porque ellos tenían armamento de largo alcance.

–¿Y por qué le pusieron ese nombre?
–Yo tengo un hijo mayor que es borrachín. A él lo llaman “Ochenta” porque toma alcohol de 80 grados; su nombre es Luis Alberto.

–A ustedes algunos les dicen “Los Magníficos”, pero a diferencia de los héroes de la televisión, ustedes sí han matado a sus enemigos.
–Es gente que lo merecía. La misión de mi hijo difunto (“Kimono”) era terminar con “Los Pájaros” porque ellos tenían flagelado a todo Florencia de Mora. Estos delincuentes se metían en los bailes y destruían toditito lo que querían, eran atorrantes. Por eso se declaró la guerra. “Los Toñazos” y “Los Geras” decidimos matarlos y formamos un grupo grande de “Los 80”. Matamos a uno de ellos, logramos replegarlos y terminamos la faena. Después la gente nos pedía ayuda ante la indiferencia de la Policía. Mis hijos atrapaban a los delincuentes, les cortaban el pelo y los flagelaban, no los mataban. Así hemos puesto orden en Florencia de Mora, hemos hecho lo que no pudo hacer la Policía.

–Entonces usted está convencido de que hicieron bien al enfrentarse con “Los Pájaros”…
–Bueno, en defensa de mi casa y por lo que hicieron, yo creo que sí. No había otra solución. Yo he sido delincuente, soy un hombre práctico y me gusta que las cosas sean correctas.

–Si sus hijos que formaron “Los 80” no son asesinos, ¿quién está matando a tantos jóvenes en Florencia de Mora?
–Mire, después de que arrinconamos a “Los Pájaros” la banda se abrió. “Los Geras” se fueron a la 26 de Julio y “Toñazo” con su gente a Alto Trujillo. Mis hijos se quedaron en mi casa de la 20 de Septiembre viviendo conmigo y ganando dinero cuidando combis y micros. Recibimos un sol cincuenta por cada unidad. Ahora, “Los 80” está dividido y cada grupo hace lo que quiere. Pero eso sí, todos los que mueren es porque están metidos en algo malo.

–Su hijo “Kimono” fue asesinado hace pocos días…
–Eso es diferente. En mi casa vivía “Chimbotano” pero lo boté porque se robó un revólver. Luego él llamó a mi hijo, se reconciliaron y tomaron unas cervezas, pero después lo llevó con engaños a Las Delicias y lo mató. Mi hijo no se metía en nada, él fue comando del Cenepa y se enfrentaba a los delincuentes.

–¿Vengará la muerte de su hijo?
–Si tengo oportunidad, voy a matar al “Chimbotano”. En mi pensamiento está, de eso no me retracto. La Policía no puede hacer nada, manda presos a un montón pero al toque los botan. Entonces nos toca matar a nosotros; por eso, si lo veo, lo mato al “Chimbotano”.

–Y así seguirá corriendo la sangre, como la de esos cuatro hermanos. ¿Qué sabe de ese caso?
–Fue el “Toñazo” y ya lo han capturado. Pero esos cuatro han sido palomillas; a su barrio lo tenían en zozobra. Eran “Los Palermo” y se paraban metiendo bala con “Los Pájaros”. A nosotros también nos habían asaltado algunas unidades en la parte alta.

–Mientras ustedes piensan en vengar sus muertos, ¿qué pasa con los pobladores inocentes que viven entre balaceras y enfrentamientos?
–La gente inocente sufre, pero también sabe quién es el culpable. “Los Pájaros” les cobraban a los micros y las combis para no robarles y nosotros los desarticulamos. Lo que hagan “Los Geras” y “Los Toñazos” no me incumbe.

OJO CON ESTO:

Dos meses posteriores a la publicación de esta entrevista, exactamente el dos de abril de 2004, “Chimbotano” fue asesinado a tiros frente al Complejo Chicago de Trujillo. Un año después, “El Chueco”, nuestro personaje, murió a pedradas en Florencia de Mora.

Pier Barakat Chávez
Febrero, 2004.

¡Allí viene el Huascarán!
La conmovedora historia de la ex alcaldesa de Yungay, Graciela Ángeles de Olivera, quien se salvó milagrosamente de morir en el terremoto del 31 de mayo de 1970 y actualmente vive en Trujillo.

A 34 años de la tragedia, las lágrimas continúan humedeciendo el rostro curtido de Graciela Ángeles de Olivera, mujer que vio con espanto el preciso instante en que el imponente Huascarán abría sus fauces para devorar al poblado ancashino de Yungay y sepultar a casi 25 mil personas. Ella era la alcaldesa y vivía con su esposo y sus hijos en una casa colonial de dos plantas ubicada en la céntrica calle 28 de Julio, cerca de donde alguna vez se hospedó Simón Bolívar.
Aquel 31 de mayo de 1970, día en que la naturaleza lanzó toda su furia y poder contra los indefensos y humildes pobladores de este recóndito punto de la serranía, desaparecido ahora, Graciela despertó temprano. El alba era radiante y no hacía presagiar el sombrío desenlace. Tal vez aquel brillo solar solo fue una artimaña del destino para atrapar a todos con las almas aún dormidas.
Graciela, llamada de cariño “Chelita”, participó de la misa matutina oficiada en el templo principal y luego inspeccionó la aún inconclusa instalación de tuberías de agua en los puestos de venta de carnes, frutas y verduras del mercado central. Una obra anhelada por los comerciantes durante décadas, que en su gestión iba a ser una realidad. Después de su visita al centro de abastos, la alcaldesa regresó cansada a casa y decidió no volver a salir. Además, iba a aprovechar el tiempo en prepararse para su próximo viaje a Lima.
Aburrida en casa, la pequeña Tedy, una niña de ocho años que Graciela crió desde bebita tras el alud de 1962, el cual devastó al pueblo de Ranrahirca, le pidió ir al circo que hacía un mes había levantado su carpa en el estadio, ubicado en la zona norte de la pujante ciudad serrana. Los payasos, las acrobacias de las cuales todos hablaban y la magia de un tipo que desaparecía objetos tras una capa oscura, atraían a la pequeña, quien, luego de mucho insistir, logró su cometido.

Sismo maldito
En plena función, cuando eran las 3:30 de la tarde, la tierra empezó a temblar en forma espeluznante. La carpa cayó y los asistentes que copaban las galerías, platea y mezanine lanzaron gritos de desesperación. El suelo se sacudía como un potro salvaje y todos, desesperados, intentaron quitarse de encima la inmensa tela para ver qué ocurría con sus casas.
Aterrada, la alcaldesa envió a Tedy con la multitud hacia un cerrito cercano al cementerio y quedó allí, entumecida, delante de la carpa multicolor del circo, perdida entre la ofuscación de los yungaínos que corrían desesperados hacia sus casas. “Perdí el habla y me quedé sorda, como sigo siéndolo un poco hasta ahora. Estaba cubierta totalmente de polvo y no podía respirar a fondo, ni siquiera recordaba cómo empezar el Padre Nuestro para rezar y solo de corazón clamaba misericordia a Dios”, relata Graciela, mientras frunce el ceño y aprieta los puños. Luego, seca una lágrima escurridiza de su rostro remangado.
Todo lo siguiente fue igual a como las pitonisas describían el fin del mundo. Las calaminas del estadio volaban como naipes, de los cerros se desprendían peñascos gigantescos, los árboles dejaban ver sus inmensas raíces, postes y casas derribados. El suelo se agrietaba monstruosamente y, antes de cerrarse con violencia, devoraba todo lo que podía.
Graciela corrió hasta el estadio y por segundos salvó de ser aplastada por el portón de metal que se desprendió de sus bisagras. Pensó en su hijo que se había quedado en casa e intentó correr a la ciudad, mas no pudo hacerlo pues en sentido contrario venía una multitud desesperada. Viejos y jóvenes, niños blancos y negros, ricos y pobres, todos clamaban misericordia a Dios. Alguien que precedía a esta ola humana reconoció a Graciela y, a 60 ó 70 metros de distancia, pegó un grito: “¡Señora, váyase al cerrito, allí viene el Huascarán!”
Un huracán aventajó al huaico que perseguía a la muchedumbre y elevó por los aires a Graciela, para luego lanzarla a más de 10 metros de distancia. Cuando despertó, vio correr a la pequeña Tedy, pero su pueblo había desaparecido. “El alud pasó cerca de mi espalda y arrasó con las miles de personas que corrían hacia donde yo estaba, sepultándolas sin misericordia”. En aquel momento, el terremoto más destructor del último siglo en Perú, de 7,8 grados en la escala de Richter, había desprendido del Huascarán más de 50 millones de metros cúbicos de nieve y rocas, formando un alud que arrasó a Yungay a más de 300 kilómetros por hora. Fueron los 45 segundos más horrorosos en la vida de Graciela y de todas aquellas personas.
Carlos Olivera Ángeles es el hijo de Graciela que se encontraba en el pueblo cuando ocurrió el aluvión. Tenía 25 años. La sufriente madre, ya en el cerro con los escasos 300 sobrevivientes, lloraba sin consuelo pues imaginaba a su vástago sepultado con todos sus amigos, vecinos y demás familiares. Lo que ella desconocía es que Carlos no durmió la siesta que prometió y el terremoto lo sorprendió a dos cuadras de su casa. Por un momento pensó en correr hacia la casa de su novia, pero tras verla desplomarse, decidió dirigirse al estadio en busca de su madre y así logró ponerse a buen resguardo. Su padre no tuvo la misma suerte. De pronto, alguien le dijo a Graciela: “¡Allí viene tu hijo!” “Al ver que corría hacia mí gritando y llorando yo expresé ¡nos salvamos! Han pasado 34 años y seguimos vivos, aunque echamos de menos a quienes quedaron sepultados y por su descanso eterno rogamos al poderoso”.

La vida da vueltas
Graciela Ángeles nació el 19 de agosto de 1920 en el distrito Moro de Santa, pero desde el primer año de vida fue llevada por su madre, junto con sus ocho hermanos, al Yungay que hoy no existe. El día en que la tierra se estremeció ella tenía 49 años y se desempeñaba como alcaldesa apenas hacía dos meses.
Como profesora, la carrera que eligió, trabajó en el jardín de infancia 222 de Yungay y en la escuela local de analfabetos. Sus motivos siempre fueron el amor al prójimo y la responsabilidad. Por ello, luego de la desgracia colaboró con la reconstrucción de Yungay y apoyó desde Lima a las familias sobrevivientes. Gracias a sus buenos oficios se fundó en la capital la urbanización San Silvestre, exclusiva para los damnificados, donde ahora existe una réplica de la Plaza de Armas de Yungay.
Actualmente, Graciela vive en Trujillo, escribe poemas nostálgicos sobre su tierra e integra las directivas de los clubes Ancash y Yungay – Trujillo. Su meta es ver desarrollado al nuevo Yungay, un pueblo que permanece asfixiado por el centralismo y la opresión huaracina. “Deseo que Yungay vuelva a ser lo que fue; ese pueblo tiene una belleza panorámica fascinante, por eso lo llaman Yungay Hermosura”.
El 13 de enero de 1962, cuando tenía 42 años, Graciela hacía labor social en el distrito de Ranrahirca, que había sido destruido por un huaico. Allí, entre los escombros y al borde de la muerte, encontró a la pequeña Tedy. Doña “Chelita” recogió a la niña y la crió como si fuera su hija, la mujercita que nunca tuvo y que siempre deseó. “Yo soy una carta y ella mi estampilla, la tengo metida en mi corazón pues llenó el vacío de no tener una hija”.
Por estos días, Tedy Montoro Infantes tiene 42 años y dos hijos varones. Ella vive junto con la mujer que le salvó la vida hasta en dos oportunidades, primero en Ranrahirca y luego en Yungay. Claro que, aquella segunda vez, fue su inquietud por ir al circo la que salvó a las dos de morir aplastadas. Definitivamente, la vida da vueltas.

Pier Barakat Chávez
Mayo, 2004.