¡Allí viene el Huascarán!
La conmovedora historia de la ex alcaldesa de Yungay, Graciela Ángeles de Olivera, quien se salvó milagrosamente de morir en el terremoto del 31 de mayo de 1970 y actualmente vive en Trujillo.
A 34 años de la tragedia, las lágrimas continúan humedeciendo el rostro curtido de Graciela Ángeles de Olivera, mujer que vio con espanto el preciso instante en que el imponente Huascarán abría sus fauces para devorar al poblado ancashino de Yungay y sepultar a casi 25 mil personas. Ella era la alcaldesa y vivía con su esposo y sus hijos en una casa colonial de dos plantas ubicada en la céntrica calle 28 de Julio, cerca de donde alguna vez se hospedó Simón Bolívar.
Aquel 31 de mayo de 1970, día en que la naturaleza lanzó toda su furia y poder contra los indefensos y humildes pobladores de este recóndito punto de la serranía, desaparecido ahora, Graciela despertó temprano. El alba era radiante y no hacía presagiar el sombrío desenlace. Tal vez aquel brillo solar solo fue una artimaña del destino para atrapar a todos con las almas aún dormidas.
Graciela, llamada de cariño “Chelita”, participó de la misa matutina oficiada en el templo principal y luego inspeccionó la aún inconclusa instalación de tuberías de agua en los puestos de venta de carnes, frutas y verduras del mercado central. Una obra anhelada por los comerciantes durante décadas, que en su gestión iba a ser una realidad. Después de su visita al centro de abastos, la alcaldesa regresó cansada a casa y decidió no volver a salir. Además, iba a aprovechar el tiempo en prepararse para su próximo viaje a Lima.
Aburrida en casa, la pequeña Tedy, una niña de ocho años que Graciela crió desde bebita tras el alud de 1962, el cual devastó al pueblo de Ranrahirca, le pidió ir al circo que hacía un mes había levantado su carpa en el estadio, ubicado en la zona norte de la pujante ciudad serrana. Los payasos, las acrobacias de las cuales todos hablaban y la magia de un tipo que desaparecía objetos tras una capa oscura, atraían a la pequeña, quien, luego de mucho insistir, logró su cometido.
Sismo maldito
En plena función, cuando eran las 3:30 de la tarde, la tierra empezó a temblar en forma espeluznante. La carpa cayó y los asistentes que copaban las galerías, platea y mezanine lanzaron gritos de desesperación. El suelo se sacudía como un potro salvaje y todos, desesperados, intentaron quitarse de encima la inmensa tela para ver qué ocurría con sus casas.
Aterrada, la alcaldesa envió a Tedy con la multitud hacia un cerrito cercano al cementerio y quedó allí, entumecida, delante de la carpa multicolor del circo, perdida entre la ofuscación de los yungaínos que corrían desesperados hacia sus casas. “Perdí el habla y me quedé sorda, como sigo siéndolo un poco hasta ahora. Estaba cubierta totalmente de polvo y no podía respirar a fondo, ni siquiera recordaba cómo empezar el Padre Nuestro para rezar y solo de corazón clamaba misericordia a Dios”, relata Graciela, mientras frunce el ceño y aprieta los puños. Luego, seca una lágrima escurridiza de su rostro remangado.
Todo lo siguiente fue igual a como las pitonisas describían el fin del mundo. Las calaminas del estadio volaban como naipes, de los cerros se desprendían peñascos gigantescos, los árboles dejaban ver sus inmensas raíces, postes y casas derribados. El suelo se agrietaba monstruosamente y, antes de cerrarse con violencia, devoraba todo lo que podía.
Graciela corrió hasta el estadio y por segundos salvó de ser aplastada por el portón de metal que se desprendió de sus bisagras. Pensó en su hijo que se había quedado en casa e intentó correr a la ciudad, mas no pudo hacerlo pues en sentido contrario venía una multitud desesperada. Viejos y jóvenes, niños blancos y negros, ricos y pobres, todos clamaban misericordia a Dios. Alguien que precedía a esta ola humana reconoció a Graciela y, a 60 ó 70 metros de distancia, pegó un grito: “¡Señora, váyase al cerrito, allí viene el Huascarán!”
Un huracán aventajó al huaico que perseguía a la muchedumbre y elevó por los aires a Graciela, para luego lanzarla a más de 10 metros de distancia. Cuando despertó, vio correr a la pequeña Tedy, pero su pueblo había desaparecido. “El alud pasó cerca de mi espalda y arrasó con las miles de personas que corrían hacia donde yo estaba, sepultándolas sin misericordia”. En aquel momento, el terremoto más destructor del último siglo en Perú, de 7,8 grados en la escala de Richter, había desprendido del Huascarán más de 50 millones de metros cúbicos de nieve y rocas, formando un alud que arrasó a Yungay a más de 300 kilómetros por hora. Fueron los 45 segundos más horrorosos en la vida de Graciela y de todas aquellas personas.
Carlos Olivera Ángeles es el hijo de Graciela que se encontraba en el pueblo cuando ocurrió el aluvión. Tenía 25 años. La sufriente madre, ya en el cerro con los escasos 300 sobrevivientes, lloraba sin consuelo pues imaginaba a su vástago sepultado con todos sus amigos, vecinos y demás familiares. Lo que ella desconocía es que Carlos no durmió la siesta que prometió y el terremoto lo sorprendió a dos cuadras de su casa. Por un momento pensó en correr hacia la casa de su novia, pero tras verla desplomarse, decidió dirigirse al estadio en busca de su madre y así logró ponerse a buen resguardo. Su padre no tuvo la misma suerte. De pronto, alguien le dijo a Graciela: “¡Allí viene tu hijo!” “Al ver que corría hacia mí gritando y llorando yo expresé ¡nos salvamos! Han pasado 34 años y seguimos vivos, aunque echamos de menos a quienes quedaron sepultados y por su descanso eterno rogamos al poderoso”.
La vida da vueltas
Graciela Ángeles nació el 19 de agosto de 1920 en el distrito Moro de Santa, pero desde el primer año de vida fue llevada por su madre, junto con sus ocho hermanos, al Yungay que hoy no existe. El día en que la tierra se estremeció ella tenía 49 años y se desempeñaba como alcaldesa apenas hacía dos meses.
Como profesora, la carrera que eligió, trabajó en el jardín de infancia 222 de Yungay y en la escuela local de analfabetos. Sus motivos siempre fueron el amor al prójimo y la responsabilidad. Por ello, luego de la desgracia colaboró con la reconstrucción de Yungay y apoyó desde Lima a las familias sobrevivientes. Gracias a sus buenos oficios se fundó en la capital la urbanización San Silvestre, exclusiva para los damnificados, donde ahora existe una réplica de la Plaza de Armas de Yungay.
Actualmente, Graciela vive en Trujillo, escribe poemas nostálgicos sobre su tierra e integra las directivas de los clubes Ancash y Yungay – Trujillo. Su meta es ver desarrollado al nuevo Yungay, un pueblo que permanece asfixiado por el centralismo y la opresión huaracina. “Deseo que Yungay vuelva a ser lo que fue; ese pueblo tiene una belleza panorámica fascinante, por eso lo llaman Yungay Hermosura”.
El 13 de enero de 1962, cuando tenía 42 años, Graciela hacía labor social en el distrito de Ranrahirca, que había sido destruido por un huaico. Allí, entre los escombros y al borde de la muerte, encontró a la pequeña Tedy. Doña “Chelita” recogió a la niña y la crió como si fuera su hija, la mujercita que nunca tuvo y que siempre deseó. “Yo soy una carta y ella mi estampilla, la tengo metida en mi corazón pues llenó el vacío de no tener una hija”.
Por estos días, Tedy Montoro Infantes tiene 42 años y dos hijos varones. Ella vive junto con la mujer que le salvó la vida hasta en dos oportunidades, primero en Ranrahirca y luego en Yungay. Claro que, aquella segunda vez, fue su inquietud por ir al circo la que salvó a las dos de morir aplastadas. Definitivamente, la vida da vueltas.
Pier Barakat Chávez
Mayo, 2004.
La conmovedora historia de la ex alcaldesa de Yungay, Graciela Ángeles de Olivera, quien se salvó milagrosamente de morir en el terremoto del 31 de mayo de 1970 y actualmente vive en Trujillo.
A 34 años de la tragedia, las lágrimas continúan humedeciendo el rostro curtido de Graciela Ángeles de Olivera, mujer que vio con espanto el preciso instante en que el imponente Huascarán abría sus fauces para devorar al poblado ancashino de Yungay y sepultar a casi 25 mil personas. Ella era la alcaldesa y vivía con su esposo y sus hijos en una casa colonial de dos plantas ubicada en la céntrica calle 28 de Julio, cerca de donde alguna vez se hospedó Simón Bolívar.
Aquel 31 de mayo de 1970, día en que la naturaleza lanzó toda su furia y poder contra los indefensos y humildes pobladores de este recóndito punto de la serranía, desaparecido ahora, Graciela despertó temprano. El alba era radiante y no hacía presagiar el sombrío desenlace. Tal vez aquel brillo solar solo fue una artimaña del destino para atrapar a todos con las almas aún dormidas.
Graciela, llamada de cariño “Chelita”, participó de la misa matutina oficiada en el templo principal y luego inspeccionó la aún inconclusa instalación de tuberías de agua en los puestos de venta de carnes, frutas y verduras del mercado central. Una obra anhelada por los comerciantes durante décadas, que en su gestión iba a ser una realidad. Después de su visita al centro de abastos, la alcaldesa regresó cansada a casa y decidió no volver a salir. Además, iba a aprovechar el tiempo en prepararse para su próximo viaje a Lima.
Aburrida en casa, la pequeña Tedy, una niña de ocho años que Graciela crió desde bebita tras el alud de 1962, el cual devastó al pueblo de Ranrahirca, le pidió ir al circo que hacía un mes había levantado su carpa en el estadio, ubicado en la zona norte de la pujante ciudad serrana. Los payasos, las acrobacias de las cuales todos hablaban y la magia de un tipo que desaparecía objetos tras una capa oscura, atraían a la pequeña, quien, luego de mucho insistir, logró su cometido.
Sismo maldito
En plena función, cuando eran las 3:30 de la tarde, la tierra empezó a temblar en forma espeluznante. La carpa cayó y los asistentes que copaban las galerías, platea y mezanine lanzaron gritos de desesperación. El suelo se sacudía como un potro salvaje y todos, desesperados, intentaron quitarse de encima la inmensa tela para ver qué ocurría con sus casas.
Aterrada, la alcaldesa envió a Tedy con la multitud hacia un cerrito cercano al cementerio y quedó allí, entumecida, delante de la carpa multicolor del circo, perdida entre la ofuscación de los yungaínos que corrían desesperados hacia sus casas. “Perdí el habla y me quedé sorda, como sigo siéndolo un poco hasta ahora. Estaba cubierta totalmente de polvo y no podía respirar a fondo, ni siquiera recordaba cómo empezar el Padre Nuestro para rezar y solo de corazón clamaba misericordia a Dios”, relata Graciela, mientras frunce el ceño y aprieta los puños. Luego, seca una lágrima escurridiza de su rostro remangado.
Todo lo siguiente fue igual a como las pitonisas describían el fin del mundo. Las calaminas del estadio volaban como naipes, de los cerros se desprendían peñascos gigantescos, los árboles dejaban ver sus inmensas raíces, postes y casas derribados. El suelo se agrietaba monstruosamente y, antes de cerrarse con violencia, devoraba todo lo que podía.
Graciela corrió hasta el estadio y por segundos salvó de ser aplastada por el portón de metal que se desprendió de sus bisagras. Pensó en su hijo que se había quedado en casa e intentó correr a la ciudad, mas no pudo hacerlo pues en sentido contrario venía una multitud desesperada. Viejos y jóvenes, niños blancos y negros, ricos y pobres, todos clamaban misericordia a Dios. Alguien que precedía a esta ola humana reconoció a Graciela y, a 60 ó 70 metros de distancia, pegó un grito: “¡Señora, váyase al cerrito, allí viene el Huascarán!”
Un huracán aventajó al huaico que perseguía a la muchedumbre y elevó por los aires a Graciela, para luego lanzarla a más de 10 metros de distancia. Cuando despertó, vio correr a la pequeña Tedy, pero su pueblo había desaparecido. “El alud pasó cerca de mi espalda y arrasó con las miles de personas que corrían hacia donde yo estaba, sepultándolas sin misericordia”. En aquel momento, el terremoto más destructor del último siglo en Perú, de 7,8 grados en la escala de Richter, había desprendido del Huascarán más de 50 millones de metros cúbicos de nieve y rocas, formando un alud que arrasó a Yungay a más de 300 kilómetros por hora. Fueron los 45 segundos más horrorosos en la vida de Graciela y de todas aquellas personas.
Carlos Olivera Ángeles es el hijo de Graciela que se encontraba en el pueblo cuando ocurrió el aluvión. Tenía 25 años. La sufriente madre, ya en el cerro con los escasos 300 sobrevivientes, lloraba sin consuelo pues imaginaba a su vástago sepultado con todos sus amigos, vecinos y demás familiares. Lo que ella desconocía es que Carlos no durmió la siesta que prometió y el terremoto lo sorprendió a dos cuadras de su casa. Por un momento pensó en correr hacia la casa de su novia, pero tras verla desplomarse, decidió dirigirse al estadio en busca de su madre y así logró ponerse a buen resguardo. Su padre no tuvo la misma suerte. De pronto, alguien le dijo a Graciela: “¡Allí viene tu hijo!” “Al ver que corría hacia mí gritando y llorando yo expresé ¡nos salvamos! Han pasado 34 años y seguimos vivos, aunque echamos de menos a quienes quedaron sepultados y por su descanso eterno rogamos al poderoso”.
La vida da vueltas
Graciela Ángeles nació el 19 de agosto de 1920 en el distrito Moro de Santa, pero desde el primer año de vida fue llevada por su madre, junto con sus ocho hermanos, al Yungay que hoy no existe. El día en que la tierra se estremeció ella tenía 49 años y se desempeñaba como alcaldesa apenas hacía dos meses.
Como profesora, la carrera que eligió, trabajó en el jardín de infancia 222 de Yungay y en la escuela local de analfabetos. Sus motivos siempre fueron el amor al prójimo y la responsabilidad. Por ello, luego de la desgracia colaboró con la reconstrucción de Yungay y apoyó desde Lima a las familias sobrevivientes. Gracias a sus buenos oficios se fundó en la capital la urbanización San Silvestre, exclusiva para los damnificados, donde ahora existe una réplica de la Plaza de Armas de Yungay.
Actualmente, Graciela vive en Trujillo, escribe poemas nostálgicos sobre su tierra e integra las directivas de los clubes Ancash y Yungay – Trujillo. Su meta es ver desarrollado al nuevo Yungay, un pueblo que permanece asfixiado por el centralismo y la opresión huaracina. “Deseo que Yungay vuelva a ser lo que fue; ese pueblo tiene una belleza panorámica fascinante, por eso lo llaman Yungay Hermosura”.
El 13 de enero de 1962, cuando tenía 42 años, Graciela hacía labor social en el distrito de Ranrahirca, que había sido destruido por un huaico. Allí, entre los escombros y al borde de la muerte, encontró a la pequeña Tedy. Doña “Chelita” recogió a la niña y la crió como si fuera su hija, la mujercita que nunca tuvo y que siempre deseó. “Yo soy una carta y ella mi estampilla, la tengo metida en mi corazón pues llenó el vacío de no tener una hija”.
Por estos días, Tedy Montoro Infantes tiene 42 años y dos hijos varones. Ella vive junto con la mujer que le salvó la vida hasta en dos oportunidades, primero en Ranrahirca y luego en Yungay. Claro que, aquella segunda vez, fue su inquietud por ir al circo la que salvó a las dos de morir aplastadas. Definitivamente, la vida da vueltas.
Pier Barakat Chávez
Mayo, 2004.
2 comentarios:
Buen artículo, eres un excelente escritor, debe ser porque eres mi hermano.
HOoooOOooooola neeena.... así que malu eh? ..mm este.. digo... Hola pier, amigo miiio.... excelente crónica, razón tiene tu lenda hermaneta, jejeje
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