Cómo quisiera verte bien, Malabrigo…
RÁZURI, MALABRIGO. Cómo quisiera dar un viaje al pasado en una de esas locomotoras que la brisa, el olvido y el tiempo han carcomido y que están arrinconadas como cachivaches. Le echaría petróleo, la haría silbar y enrumbaría hacia el muelle o el viejo almacén de azúcar del cual sólo quedan muros derrumbados y desolaciones. Pero no puedo, Malabrigo ha sufrido un cataclismo desde que me fui y no me queda más que andar por sus calles polvorientas y sucias, sus casonas taciturnas y destruidas, sus arenas infectadas y sus vientos de congoja.
Cómo quisiera recuperarte, Malabrigo mío, de mi adolescencia, de cuando jugaba con mi pelota y corría descalzo con mi perro en el mar y nos bañábamos en las aguas diáfanas que hoy están oscuras. Pero no puedo y me duele. Mi casa de Pino de Oregon fue comprada por alguien que sólo necesitó su cotizada madera, la desmanteló y sólo me dejó la nostalgia de los recuerdos atrapados tras lágrimas y barrotes. Mi perro ya no ladra, mi vecino ha muerto y, lo peor de todo, la playa agoniza. Daría todo por cruzar la puerta de mi casa-cadáver y encontrar a mi madre en la cocina friendo un suco y a mi padre, descansando en la hamaca de las armellas crujientes mientras escucha una canción de Roberto Carlos en un disco de vinilo. Daría todo por oler la madera abrigada de mi habitación perdida. Daría todo porque se apague la technocumbia de una pollada que hoy me perturba, y me deje escuchar el mar.
Cómo quisiera que un ventarrón se lleve por los cielos a la miseria y volver a la placita en mi bicicleta. No a la plaza moderna de las estatuas monstruosas, sino la de las bancas y los jardines. Cómo quisiera que el viento retroceda las agujas del reloj y que los perros vagabundos del puerto ya no miren con tristeza, como los mendigos que siempre anhelaron y nunca tuvieron, y que sus huesos se cubran de músculos y que la sarna no los ataque y que la historia de este milenario pueblo liberteño no se pierda entre la desidia, la división y los intereses de unos pocos.
Cómo quisiera que las aspas de la hélice giren en el sentido correcto y, como por arte de magia, Malabrigo no se siga perdiendo entre la contaminación y el atraso. No quiero celulares, ni asfalto, ni concreto, ni metal… quiero orden, limpieza, paz y que el tañer de las campanas haga un llamado a la reflexión del alcalde y los vecinos. Quiero que los pastos reverdezcan, que las palmeras sean podadas y que fortalezcan sus raíces, que al muelle no lo desmantelen más y que las casas de madera que algún día edificaron los alemanes y que podrían convertirse en museos, no se cubran de concreto. ¡Si esas paredes pudieran hablar! Reclamarían por el descuido y el abandono.
Los tiempos cambian, es cierto, pero todo cambio siempre debe ser para mejorar y no para estancarse en un socavón de miserias y abandonos. Hay tanto por hacer en Malabrigo y es tan poco lo que se hace. La playa está herida por la contaminación de algunas fábricas de harina de pescado que clavaron tuberías en las arenas para arrojar sus desechos al mar sin ningún control. ¿Dónde están las autoridades? Para colmo, la basura que el pueblo arroja a las calles llega hasta las orillas donde corretean las pardelas y las gaviotas. Y esos ranchos de esteras, mal llamados restaurantes, lanzan a las aguas todas las porquerías que acumulan durante las cuatro estaciones. ¿Por qué no los desalojan..? Claro, ahora entiendo el porqué las aves vuelan y gritan ¡¡agg, agg!! Sí, es por la basura de la orilla y por los ranchos miserables y asquerosos que invadieron el litoral y se convirtieron en centros de acopio de harina de pescado robada de los almacenes.
Ay, Malabrigo, cómo quisiera que el mar vuelva a dar robalos, lenguados, tollos y chitas y no sólo sucos o bonitos. Cuánto quisiera que los viejos de piel curtida sigan trenzando sus sogas en los postes (cabalgando la traya, como ellos dicen) y que los niños sigan correteando bajo el sol y mariscando en las peñas. Cómo quisiera que las olas nunca se acaben para los surfistas y que las mujeres sigan llevando el almuerzo a sus esposos que trabajan en el embarque o la estiba. Cómo quisiera que el progreso no se mueva dentro de los bolsillos empresariales o se cocine en los calderos de las fábricas, sino que se refleje en el rostro feliz de los niños, en las calles, en los corazones y en las almas de los malabriguenses.
Cómo quisiera que el pescado se siga friendo en las sartenes del puerto y que no se congele en las cámaras frigoríficas y viajeras. Ya no quiero aguas movidas ni malos olores, quiero que se siembre un árbol y que el pueblo lo cuide y lo vea brotar y florecer. Bajo su sombra, y como canta Facundo Cabral en una de sus coplas: “no se sientan por vencidos ni aún vencidos. Está la puerta abierta, la vida está esperando… Está la puerta abierta, juntemos nuestros sueños, para espantar al miedo que nos empobreció”.
Y que no se acabe este cebiche…
Cómo quisiera recuperarte, Malabrigo mío, de mi adolescencia, de cuando jugaba con mi pelota y corría descalzo con mi perro en el mar y nos bañábamos en las aguas diáfanas que hoy están oscuras. Pero no puedo y me duele. Mi casa de Pino de Oregon fue comprada por alguien que sólo necesitó su cotizada madera, la desmanteló y sólo me dejó la nostalgia de los recuerdos atrapados tras lágrimas y barrotes. Mi perro ya no ladra, mi vecino ha muerto y, lo peor de todo, la playa agoniza. Daría todo por cruzar la puerta de mi casa-cadáver y encontrar a mi madre en la cocina friendo un suco y a mi padre, descansando en la hamaca de las armellas crujientes mientras escucha una canción de Roberto Carlos en un disco de vinilo. Daría todo por oler la madera abrigada de mi habitación perdida. Daría todo porque se apague la technocumbia de una pollada que hoy me perturba, y me deje escuchar el mar.
Cómo quisiera que un ventarrón se lleve por los cielos a la miseria y volver a la placita en mi bicicleta. No a la plaza moderna de las estatuas monstruosas, sino la de las bancas y los jardines. Cómo quisiera que el viento retroceda las agujas del reloj y que los perros vagabundos del puerto ya no miren con tristeza, como los mendigos que siempre anhelaron y nunca tuvieron, y que sus huesos se cubran de músculos y que la sarna no los ataque y que la historia de este milenario pueblo liberteño no se pierda entre la desidia, la división y los intereses de unos pocos.
Cómo quisiera que las aspas de la hélice giren en el sentido correcto y, como por arte de magia, Malabrigo no se siga perdiendo entre la contaminación y el atraso. No quiero celulares, ni asfalto, ni concreto, ni metal… quiero orden, limpieza, paz y que el tañer de las campanas haga un llamado a la reflexión del alcalde y los vecinos. Quiero que los pastos reverdezcan, que las palmeras sean podadas y que fortalezcan sus raíces, que al muelle no lo desmantelen más y que las casas de madera que algún día edificaron los alemanes y que podrían convertirse en museos, no se cubran de concreto. ¡Si esas paredes pudieran hablar! Reclamarían por el descuido y el abandono.
Los tiempos cambian, es cierto, pero todo cambio siempre debe ser para mejorar y no para estancarse en un socavón de miserias y abandonos. Hay tanto por hacer en Malabrigo y es tan poco lo que se hace. La playa está herida por la contaminación de algunas fábricas de harina de pescado que clavaron tuberías en las arenas para arrojar sus desechos al mar sin ningún control. ¿Dónde están las autoridades? Para colmo, la basura que el pueblo arroja a las calles llega hasta las orillas donde corretean las pardelas y las gaviotas. Y esos ranchos de esteras, mal llamados restaurantes, lanzan a las aguas todas las porquerías que acumulan durante las cuatro estaciones. ¿Por qué no los desalojan..? Claro, ahora entiendo el porqué las aves vuelan y gritan ¡¡agg, agg!! Sí, es por la basura de la orilla y por los ranchos miserables y asquerosos que invadieron el litoral y se convirtieron en centros de acopio de harina de pescado robada de los almacenes.
Ay, Malabrigo, cómo quisiera que el mar vuelva a dar robalos, lenguados, tollos y chitas y no sólo sucos o bonitos. Cuánto quisiera que los viejos de piel curtida sigan trenzando sus sogas en los postes (cabalgando la traya, como ellos dicen) y que los niños sigan correteando bajo el sol y mariscando en las peñas. Cómo quisiera que las olas nunca se acaben para los surfistas y que las mujeres sigan llevando el almuerzo a sus esposos que trabajan en el embarque o la estiba. Cómo quisiera que el progreso no se mueva dentro de los bolsillos empresariales o se cocine en los calderos de las fábricas, sino que se refleje en el rostro feliz de los niños, en las calles, en los corazones y en las almas de los malabriguenses.
Cómo quisiera que el pescado se siga friendo en las sartenes del puerto y que no se congele en las cámaras frigoríficas y viajeras. Ya no quiero aguas movidas ni malos olores, quiero que se siembre un árbol y que el pueblo lo cuide y lo vea brotar y florecer. Bajo su sombra, y como canta Facundo Cabral en una de sus coplas: “no se sientan por vencidos ni aún vencidos. Está la puerta abierta, la vida está esperando… Está la puerta abierta, juntemos nuestros sueños, para espantar al miedo que nos empobreció”.
Y que no se acabe este cebiche…