viernes, setiembre 30, 2011

De la niñez en Trujillo a las inolvidables vivencias en Europa.
Una vida en bicicleta

La vida avanza como las ruedas de una bicicleta. A veces hay frenazos, a veces, caídas; a veces, cambios repentinos; pero, sin duda alguna, siempre continúa.
Recuerdo muy bien el primer día en que subí a uno de esos vehículos. Fue en la casa de mi padrino, cuando apenas tenía cinco o seis años, y la ‘bici’ de mi primo estaba acondicionada con rueditas para niños. Me subí en ella y di tres o cuatro pedaleadas en el garaje. Sentía como si volara.
A lo largo de mis 30 años he vivido numerosas experiencias con bicicletas. En los 80, muchas de las actuales urbanizaciones trujillanas solo eran campos de maíz o caña de azúcar y los caminos polvorientos que cortaban a esos sembríos perdidos fueron las primeras ‘ciclovías’ donde pedaleé.
Fue mi padre quien sembró en mí el gusto por ese ligerísimo vehículo de dos ruedas. Los domingos, y cada vez que podía, él me llevaba sentado en la caña de su Ronson azul de manubrios doblados, frenos con varillas de metal y tapabarros de lata. Yo iba algo incómodo, pero contento, tocando un timbre plateado y gordo.
La primera bicicleta que tuve también fue azul y mi padre la compró en Tacorita, de segunda mano. En esos tiempos de hiperinflación, una bicicleta nueva era un lujo que mi familia no se podía permitir. Las más costosas las vendía Pereda, en el jirón Ayacucho, una tienda que yo miraba desde la vereda, que olía a caucho y a plástico nuevo, y que me hacía soñar.
Sin embargo, yo y mi BMX oxidada, sin cambios ni contrapedal, con un freno de goma que a las justas hacía presión, íbamos felices por las calles de Trujillo. Una vez se puso ‘chúcara’ y me lanzó contra el asfalto y, ‘rebotando’, llegué al hospital. La experiencia me dejó una cicatriz en el mentón que hasta ahora luzco como herida de guerra.
Mi padre a veces nos acompañaba con su Ronson y en algunas ocasiones se nos unía mi hermana Malú, a quien yo le había cedido con mucho gusto mi vieja ‘caña’. De La Arboleda hasta El Golf era nuestra ruta. Algún día soñé con ser agricultor y le pedí a mi padre que me compre unas cuantas hectáreas de tierra detrás del Claretiano, mi colegio. Seguro habría sido un buen negocio. Ahora en esos terrenos se encuentra el Real Plaza.
En los 90, la montañera se puso de moda. Mi padre primero le compró una a mi hermano mayor Erick, y él le decoró las llantas con discos de espirales rojiblancos. Después, la sorpresa fue para mí cuando encontré en casa una Bianchi verde y aro 24 de accesorios Shimano. Un día, cuando paseábamos con otros amigos entre los cañaverales donde ahora se levanta la urbanización Covicorti, aparecieron dos asaltantes con unos cuchillos que yo recuerdo como sables. Tal vez se quedaron hipnotizados con los discos de la ‘bici’ de mi hermano, pues tras una pelea breve, se robaron esa montañera preciosa y huyeron con dirección a Buenos Aires. Cuando volvimos a casa, mi madre nos dijo: “Ya ven, yo les decía que no fueran por ese lugar”.
Los años siguieron transcurriendo y mi familia y mi BMX (más oxidada que antes) nos mudamos a vivir a Malabrigo. ¿Cómo olvidar aquellas noches en que recorría sus calles de tierra, solo alumbrado por el claro de la luna? En el pueblo no había electricidad en las casas y mucho menos en las calles. La televisión se conectaba a una batería y la radio funcionaba con seis pilas gordas. En los techos de las casas se alzaban antenas de aluminio en cañas de Guayaquil con un dispositivo que todos llamaban búster (booster) y que era tan potente que captaba hasta canales de Centroamérica y Asia.
Cuando Hidrandina instaló postes de alumbrado público en Malabrigo, todo cambió. Mis paseos en bicicleta ya no fueron los mismos porque las calles iluminadas perdieron el misticismo y la sorpresa de antaño. Malabrigo se fue convirtiendo poco a poco en una ciudad que atrajo a forasteros del norte (sobre todo de Paita) y de Chimbote. La delincuencia llegó y se lo llevó todo.
Volví a Trujillo. Ingresé a la escuela de Periodismo de la UNT. Todos los días iba a clases en una montañera ‘frankenstein’ armada con piezas que pude rescatar de otras bicicletas viejas. Al salir, por las tardes, manejaba a toda velocidad hasta el restaurante donde trabajaba como mozo y después, cocinero. Por la noche, pasada la 1 a.m., regresaba a casa junto a mi compañero ciclista, quien se encargaba de hornear los pollos.
Cuando entré a trabajar en La Industria, hace ya más de 10 años, pienso que me aburguesé un poco. Al tercer año de labores, compré una bicicleta nueva con la intención de ahorrar hasta unos 200 soles mensuales que pago por taxis, pero por alguna razón –que seguro fue pura pereza–, opté por gastar ese dinero y dejé abandonada mi bicicleta en un rincón de la casa.
Gané una beca. Mi ‘bici’ quedó olvidada y partí hacia Madrid, donde viví por casi un año. Al viajar por media Europa con Alba, mi novia, tuve contacto con la verdadera cultura del ciclismo. Descubrí que en Ámsterdam hay más bicicletas que personas y que los ciclistas (y no el peatón) tienen la preferencia en las calles. Los automóviles se detienen y los caminantes se hacen a un costado cuando suena un timbre de bicicleta. Incluso, en los semáforos aparecen figuras de ciclistas.
Barcelona y Santander son otras ciudades con mucha cultura de ciclismo. En la última, a orillas del Cantábrico, se puede alquilar estos vehículos que permanecen aparcadas en las esquinas, pagando con tarjeta de crédito. Pasas el plástico y recibes un código impreso en el voucher, que al escribirlo en un teclado, libera el seguro de la ‘bici’ y te permite pasear por el malecón. Cuando terminas, y quieres devolverla, lo puedes hacer en cualquiera de los puntos de la ciudad donde se ofrece este servicio (no tienes que regresar al lugar donde empezó el paseo).
Mi capacitación culminó y volví a Trujillo. Cláxones, caos, humos, gritos, taxis como hormigas, micros destartalados. El desorden en su máxima expresión. Un día, cansado del laberinto que se vive en esta ciudad primaveral, fui a la casa de mis padres a desempolvar mi vieja ‘bici’, pero ya no la encontré. Se había jubilado. El óxido se la comió y un sujeto que pasaba en un triciclo, con motor y megáfono, se llevó su cadáver.
Pero los meses pasaron y un día descubrí que en las mañanas dominicales la avenida Juan Pablo II se convierte en ciclovía. Un buen comienzo para un cambio que se necesita a gritos. Considerando que el conducir bicicleta puede prolongar la vida hasta en cinco años (y yo quiero vivir bastante), tal vez, quién sabe, con el correr de las semanas, me compre una nueva.