domingo, octubre 06, 2013

La pacapaca

Encontré este texto escrito hace mucho tiempo. Es pura ficción.



La pacapaca



La lechuza le clavó una mirada penetrante desde su escondite. Por un momento pensó haberse confundido, pero cuando la noche había llegado a su punto más negro y por fin su vista se había aclarado, confirmó que se trataba del mismo sujeto que cada noche había intentado asesinarla. Estiró el cuello. Sus ojos permanecían estáticos, posados sobre él.

La lechuza sorprendió a Pedro cuando él urdía un nuevo plan para matarla y acabar de una vez por todas con sus chillidos noctámbulos y sus aleteos funerarios que conseguían atraer a la muerte. O, al menos, eso le habían dicho los adultos.

Trujillo en 1980 era un pueblo. Todo estaba en construcción. Las avenidas, las aceras y los parques, pero sobre todo las casas, y por ello cada vivienda levantada a medias y cada terreno baldío se convertía en una buena trinchera para jugar a la guerra, disparar con las carabinas o disfrutar de una partida de fútbol.

La lechuza, o la pacapaca, como todos la llamaban, vivía detrás de la casa de Pedro y eso a él no le hacía ninguna gracia. Su barrio era el más apartado y oscuro de la ciudad y, prácticamente, su casa era la última de todo Trujillo. Hacia el oeste, en la dirección de los balnearios, alguien había construido una pared de barro que delimitaba a la zona urbana de los campos de caña de azúcar.

Aunque la gente les profería los insultos más ásperos, las lechuzas volaban a sus anchas entre las azoteas, en busca de aquellos ratones diminutos que abundan en la costa norte. Algunos lugareños, cuando se cruzaban con una pacapaca y no podían mandarla a la mierda porque había niños cerca, la insultaban en su mente. Hija de punta, vete de acá, desgraciada, maldita. A mí no me harás daño. Lárgate, ¡carajo!

El padre de Pedro conservaba algunas supersticiones. Escupir en el suelo cuando una carroza funeraria se cruzaba en su camino o proferir los insultos más duros contra las malditas lechuzas que andan cantándole a la muerte eran dos creencias que él también le transmitió a Pedro, quien a sus siete años las cumplía a ojo cerrado.
–Papá, ¿por qué la lechuza le canta a la muerte?, le preguntó Pedro una tarde.
–Porque la pacapaca es un ave de mal agüero, hijo.
–¿Y qué es un ave de mal agüero?
–Pues… es un ave que da mala suerte y por eso siempre, cuando te cruces con una, debes decirle algo feo.
Mira, la vez pasada la lechuza cantó y, ya ves, se murió la señora Antonia. Es que es así, la muerte escucha el canto de la lechuza y entonces actúa. Pero cuando la insultas, la ahuyentas. Ella no soporta que la traten mal.

Aquella noche, cuando Pedro jugaba y perseguía grillos en el jardín exterior de la casa, ella cobró valor. Lo dudó, claro, pero luego decidió que él se lo merecía. Tanto daño le había hecho cada noche lanzándole piedras a su guarida, que sólo quería vengarse. No le echaría a las garras de la muerte, porque aún era muy pequeño, pero sí le marcaría la frente con una maldición. La lechuza abrió las alas y despegó con el cuidado necesario para no hacer el pac-pac-pac-pac acostumbrado. Voló unos veinte metros en silencio, con la mirada fija en Pedro, y cuando estuvo muy cerca por fin lo llamó: pac-pac-pac-pac. Pedro miró al cielo sorprendido y fue entonces cuando ella le lanzó la mirada más tenebrosa que le permitía su naturaleza animal. Eran ojos llenos de odio que él sólo pudo corresponder con extrañeza. Sus pupilas se dilataron. Ella quería verle llorar, pero no calculó bien. Pedro, que era un eximio cazador de pajarracos, alistó su honda, sacó una piedra del bolsillo de su overol, estiró la liga tanto que sus dedos empezaron a temblar y apuntó tan bien que la roca se incrustó en la panza del avecilla de mal agüero que noche a noche lo fastidiaba y que sólo pudo responder ante el ataque con un suspiro ahogado y un chillido corto. ¡Por fin!, dijo Pedro y echó a correr hacia su víctima, que aún, tendida en la tierra, tuvo tiempo y fuerzas para seguir echando maldiciones contra aquel cazador que algún día se las iba a pagar.

¡Pedro, Pedro, pasa, ya es hora de dormir..!, gritó su madre desde el dintel de la puerta. ¡Ya voy mamá!, espera un ratito… ¡Ningún ratito, pasa ya!
Cuando Pedro corría hacia casa pasó la mano por su cabello y sintió un líquido pastoso y maloliente. Maldita pacapaca, refunfuñó.