Encontré este texto escrito hace mucho tiempo. Es pura ficción.
–Papá, ¿por qué la
lechuza le canta a la muerte?, le preguntó Pedro una tarde.
La pacapaca
La lechuza le clavó
una mirada penetrante desde su escondite. Por un momento pensó haberse
confundido, pero cuando la noche había llegado a su punto más negro y por fin
su vista se había aclarado, confirmó que se trataba del mismo sujeto que cada
noche había intentado asesinarla. Estiró el cuello. Sus ojos permanecían estáticos,
posados sobre él.
La lechuza
sorprendió a Pedro cuando él urdía un nuevo plan para matarla y acabar de una
vez por todas con sus chillidos noctámbulos y sus aleteos funerarios que
conseguían atraer a la muerte. O, al menos, eso le habían dicho los adultos.
Trujillo en 1980
era un pueblo. Todo estaba en construcción. Las avenidas, las aceras y los
parques, pero sobre todo las casas, y por ello cada vivienda levantada a medias
y cada terreno baldío se convertía en una buena trinchera para jugar a la guerra,
disparar con las carabinas o disfrutar de una partida de fútbol.
La lechuza, o la pacapaca, como todos la llamaban, vivía
detrás de la casa de Pedro y eso a él no le hacía ninguna gracia. Su barrio era
el más apartado y oscuro de la ciudad y, prácticamente, su casa era la última
de todo Trujillo. Hacia el oeste, en la dirección de los balnearios, alguien
había construido una pared de barro que delimitaba a la zona urbana de los campos de caña de azúcar.
Aunque la gente les
profería los insultos más ásperos, las lechuzas volaban a sus anchas entre las
azoteas, en busca de aquellos ratones diminutos que abundan en la costa norte.
Algunos lugareños, cuando se cruzaban con una pacapaca y no podían mandarla a la mierda porque había niños cerca, la
insultaban en su mente. Hija de punta,
vete de acá, desgraciada, maldita. A mí no me harás daño. Lárgate, ¡carajo!
El padre de Pedro conservaba
algunas supersticiones.
Escupir en el suelo cuando una carroza funeraria se cruzaba en su camino o
proferir los insultos más duros contra las malditas lechuzas que andan
cantándole a la muerte eran dos creencias que él también le transmitió a Pedro,
quien a sus siete años las cumplía a ojo cerrado.
–Porque la pacapaca es un ave de mal agüero, hijo.
–¿Y qué es un ave
de mal agüero?
–Pues… es un ave
que da mala suerte y por eso siempre, cuando te cruces con una, debes decirle
algo feo.
Mira, la vez
pasada la lechuza cantó y, ya ves, se murió la señora Antonia. Es que es así,
la muerte escucha el canto de la lechuza y entonces actúa. Pero cuando la
insultas, la ahuyentas. Ella no soporta que la traten mal.
Aquella noche,
cuando Pedro jugaba y perseguía grillos en el jardín exterior de la casa, ella
cobró valor. Lo dudó, claro, pero luego decidió que él se lo merecía. Tanto
daño le había hecho cada noche lanzándole piedras a su guarida, que sólo quería
vengarse. No le echaría a las garras de la muerte, porque aún era muy pequeño,
pero sí le marcaría la frente con una maldición. La lechuza abrió las alas y
despegó con el cuidado necesario para no hacer el pac-pac-pac-pac acostumbrado. Voló unos veinte metros en silencio,
con la mirada fija en Pedro, y cuando estuvo muy cerca por fin lo llamó: pac-pac-pac-pac. Pedro miró al cielo
sorprendido y fue entonces cuando ella le lanzó la mirada más tenebrosa que le permitía su naturaleza animal. Eran
ojos llenos de odio que él sólo pudo corresponder con extrañeza. Sus pupilas se
dilataron. Ella quería verle llorar, pero no calculó bien. Pedro, que era un
eximio cazador de pajarracos, alistó su honda, sacó una piedra del bolsillo de
su overol, estiró la liga tanto que sus dedos empezaron a temblar y apuntó tan
bien que la roca se incrustó en la panza del avecilla de mal agüero que noche a
noche lo fastidiaba y que sólo pudo responder ante el ataque con un suspiro
ahogado y un chillido corto. ¡Por fin!, dijo Pedro y echó a correr hacia su
víctima, que aún, tendida en la tierra, tuvo tiempo y fuerzas para seguir
echando maldiciones contra aquel cazador que algún día se las iba a pagar.
¡Pedro, Pedro,
pasa, ya es hora de dormir..!, gritó su madre desde el dintel de la puerta. ¡Ya
voy mamá!, espera un ratito… ¡Ningún ratito, pasa ya!
Cuando Pedro corría hacia casa pasó la mano por su cabello y sintió un líquido pastoso y maloliente.
Maldita pacapaca, refunfuñó.