domingo, octubre 06, 2013

La pacapaca

Encontré este texto escrito hace mucho tiempo. Es pura ficción.



La pacapaca



La lechuza le clavó una mirada penetrante desde su escondite. Por un momento pensó haberse confundido, pero cuando la noche había llegado a su punto más negro y por fin su vista se había aclarado, confirmó que se trataba del mismo sujeto que cada noche había intentado asesinarla. Estiró el cuello. Sus ojos permanecían estáticos, posados sobre él.

La lechuza sorprendió a Pedro cuando él urdía un nuevo plan para matarla y acabar de una vez por todas con sus chillidos noctámbulos y sus aleteos funerarios que conseguían atraer a la muerte. O, al menos, eso le habían dicho los adultos.

Trujillo en 1980 era un pueblo. Todo estaba en construcción. Las avenidas, las aceras y los parques, pero sobre todo las casas, y por ello cada vivienda levantada a medias y cada terreno baldío se convertía en una buena trinchera para jugar a la guerra, disparar con las carabinas o disfrutar de una partida de fútbol.

La lechuza, o la pacapaca, como todos la llamaban, vivía detrás de la casa de Pedro y eso a él no le hacía ninguna gracia. Su barrio era el más apartado y oscuro de la ciudad y, prácticamente, su casa era la última de todo Trujillo. Hacia el oeste, en la dirección de los balnearios, alguien había construido una pared de barro que delimitaba a la zona urbana de los campos de caña de azúcar.

Aunque la gente les profería los insultos más ásperos, las lechuzas volaban a sus anchas entre las azoteas, en busca de aquellos ratones diminutos que abundan en la costa norte. Algunos lugareños, cuando se cruzaban con una pacapaca y no podían mandarla a la mierda porque había niños cerca, la insultaban en su mente. Hija de punta, vete de acá, desgraciada, maldita. A mí no me harás daño. Lárgate, ¡carajo!

El padre de Pedro conservaba algunas supersticiones. Escupir en el suelo cuando una carroza funeraria se cruzaba en su camino o proferir los insultos más duros contra las malditas lechuzas que andan cantándole a la muerte eran dos creencias que él también le transmitió a Pedro, quien a sus siete años las cumplía a ojo cerrado.
–Papá, ¿por qué la lechuza le canta a la muerte?, le preguntó Pedro una tarde.
–Porque la pacapaca es un ave de mal agüero, hijo.
–¿Y qué es un ave de mal agüero?
–Pues… es un ave que da mala suerte y por eso siempre, cuando te cruces con una, debes decirle algo feo.
Mira, la vez pasada la lechuza cantó y, ya ves, se murió la señora Antonia. Es que es así, la muerte escucha el canto de la lechuza y entonces actúa. Pero cuando la insultas, la ahuyentas. Ella no soporta que la traten mal.

Aquella noche, cuando Pedro jugaba y perseguía grillos en el jardín exterior de la casa, ella cobró valor. Lo dudó, claro, pero luego decidió que él se lo merecía. Tanto daño le había hecho cada noche lanzándole piedras a su guarida, que sólo quería vengarse. No le echaría a las garras de la muerte, porque aún era muy pequeño, pero sí le marcaría la frente con una maldición. La lechuza abrió las alas y despegó con el cuidado necesario para no hacer el pac-pac-pac-pac acostumbrado. Voló unos veinte metros en silencio, con la mirada fija en Pedro, y cuando estuvo muy cerca por fin lo llamó: pac-pac-pac-pac. Pedro miró al cielo sorprendido y fue entonces cuando ella le lanzó la mirada más tenebrosa que le permitía su naturaleza animal. Eran ojos llenos de odio que él sólo pudo corresponder con extrañeza. Sus pupilas se dilataron. Ella quería verle llorar, pero no calculó bien. Pedro, que era un eximio cazador de pajarracos, alistó su honda, sacó una piedra del bolsillo de su overol, estiró la liga tanto que sus dedos empezaron a temblar y apuntó tan bien que la roca se incrustó en la panza del avecilla de mal agüero que noche a noche lo fastidiaba y que sólo pudo responder ante el ataque con un suspiro ahogado y un chillido corto. ¡Por fin!, dijo Pedro y echó a correr hacia su víctima, que aún, tendida en la tierra, tuvo tiempo y fuerzas para seguir echando maldiciones contra aquel cazador que algún día se las iba a pagar.

¡Pedro, Pedro, pasa, ya es hora de dormir..!, gritó su madre desde el dintel de la puerta. ¡Ya voy mamá!, espera un ratito… ¡Ningún ratito, pasa ya!
Cuando Pedro corría hacia casa pasó la mano por su cabello y sintió un líquido pastoso y maloliente. Maldita pacapaca, refunfuñó.

viernes, abril 26, 2013


Directora del Centro Educativo Especial Parroquial Santo Toribio de Florencia de Mora:
“Lo último que quiero es que los niños den lástima”

María Viñas Adrianzén dirige hace siete años un centro gratuito para niños y jóvenes con retardo mental, autismo, parálisis cerebral, Síndrome de Down y sordera total o parcial. Es soltera y los segundos domingos de mayo nadie la felicita. Sin embargo, ha traído más vidas a este mundo que cualquier madre que recibe rosas y tarjetas. Ella es la “madre” de sus 150 alumnos.

–¿Cuánto tiempo llevas trabajando con niños especiales?
–Yo primero fui maestra de educación inicial y después de siete años pasé al área especial porque pensé que aquí debía estar. Era directora del jardín regular 1578 y renuncié para trabajar como profesora en el Santo Toribio de Florencia de Mora. Eso ocurrió hace 20 años.

–¿Qué es lo más impactante que has visto o escuchado todo en este tiempo?
–Ufff, hay muchas historias. Cada caso es una historia. A veces me dicen: ‘señora, le regalo a mi hijo porque no puedo tenerlo’. Una vez, la madre de una alumna con Síndrome de Down quedó embarazada nuevamente y me dijo que iba a abortar para no tener otra hija igual. Yo le respondí: ¡Pero si su hija es maravillosa! Lo que sucede es que usted no acaba de aceptarla. Al final, la señora aceptó tener a su hija y que su otra pequeña continúe estudiando.

–¿Tu mayor satisfacción?
–Haber encontrado mi verdadero camino. Tener en claro que esta es mi vida. Yo creo que uno debe estar donde hace falta. Yo aquí soy feliz, solo que no me alcanza el tiempo.

–Imagino que la enseñanza en Santo Toribio no solo es para los niños, sino también para los padres…
–En efecto, nuestro compromiso no solo es instructivo, sino integral. Acá luchamos para que los padres respeten a sus hijos y la sociedad acepte la diversidad. Lo último que quiero es que ellos den lástima. Acá los preparamos para la vida, los tratamos como seres humanos dignos que son, y queremos que sean autónomos, productivos y felices.

–Es duro aceptarlo, pero la situación de las personas con discapacidad en Trujillo es terrible.
–Así es. En La Libertad existen unas 250 mil personas registradas con discapacidad, pero solo el 12% asiste a centros de educación especial. Pero hay muchos otros escondidos, que son la mayoría, considerados niños invisibles, pues sus familias se avergüenzan de ellos y los dejan en casa tras rejas, cerrojos y candados.

–Si eso ocurre en la costa, en la sierra debe ser mucho peor.
–En la sierra no se está haciendo nada y eso no es justo. Encontramos a muchos niños desprovistos de lo elemental, que es el respeto. Son personas maravillosas que sufren la no aceptación, el fácilmente decir si quiero lo mando al colegio, si no quiero, no.

–¿Si tuvieras al presidente Humala frente a ti, qué le pedirías?
–Que luche por la igualdad de oportunidades para todos los que formamos la familia peruana.

–¿Y qué le pedirías para el colegio Santo Toribio?
–Bueno, aquí en Florencia de Mora necesitamos crear una residencia alternativa para niños abandonados con discapacidad y para los que se quedan solos en casa cuando sus padres salen a trabajar. Tenemos 110 alumnos en espera, pero el colegio ya no tiene capacidad para atenderlos. Tendríamos que quitar las áreas verdes para construir aulas y eso afectaría la enseñanza. Es por eso que es urgente la construcción de una casa temporal.

–La ley estipula que los niños con retardo mental leve y moderado deben estar incluidos en la escuela regular. Eso implica que los maestros deben adaptar sus currículos. ¿Se está cumpliendo eso?
–Muy poco. En el ámbito nacional las cifras están en aumento, pero en La Libertad el número es muy bajo. Casi nada.

–Hay mucho por hacer…
–Yo quisiera llegar a todos los niños especiales. Prepararlos para que cuando cumplan 20 años y salgan del colegio puedan defenderse en la vida, puedan trabajar, puedan ser felices, y que no regresionen.


DATOS
-      El colegio Santo Toribio, de acción conjunta entre el Estado y la Iglesia Católica, fue fundado hace 27 años por la Misión Irlandesa.
-         El centro es gratuito y atiende a niños y jóvenes hasta los 20 años. Los chicos no so
lo asisten a clases especializadas y talleres de formación profesional sino que también reciben almuerzo todos los días.
-         Al no cobrar mensualidad, el plantel subsiste gracias a donaciones y venta de algunos productos.

jueves, junio 14, 2012


Dirigida por la española Alba García, obra ha generado mucha expectativa en Trujillo
Este domingo 17, "Día del Padre", se estrena la comedia “Arte” en el Teatro Municipal

La compañía de teatro hispano-peruana Ameuro presentará tres funciones de la mundialmente conocida comedia “Arte”, en el teatro Municipal de Trujillo.
El estreno de la obra se realizará el domingo 17 de junio a las 7.30 de la noche y las entradas están a la venta en la sadwichería Jano´s de la avenida España y del jirón Pizarro 711, así como en la boletería del teatro el día de la función.
Las dos siguientes presentaciones se realizarán el 19 de julio y el 12 de agosto a la misma hora en el Municipal.
“Arte”, escrita por la dramaturga francesa Jasmina Reza, es la obra de autor vivo más representada en el teatro mundial. Es una comedia admirablemente construida, con personajes que se revelan poco a poco hasta adquirir una complejidad insospechada y que, entre risas, muchas risas, sabe decirnos unas cuantas cosas nada banales sobre nosotros mismos: es, sin duda, la mejor definición de lo que ha de ser una comedia.
La obra es interpretada por Magaly Libertad Guerrero y Marylin Castillo López, ambas actrices trujillanas egresadas de la Escuela Superior de Arte Dramático Virgilio Rodríguez Nache, y por la actriz española Alba García Herráez, licenciada en Arte Dramático por la Escuela Superior Miguel Delibes de Valladolid (España).
“Ameuro, que proviene de los vocablos América y Europa, es una nueva compañía de arte que pretende hermanar a ambos continentes, haciendo presentaciones de alta calidad tanto en Perú como en España. El espectáculo para el público trujillano está más que asegurado”, declaró Alba García, quien además es la directora de la obra.
El argumento es muy divertido. Una aparente pero carísima acción, la compra de un cuadro, sirve de detonante para que, en cuestión de una semana, tres amigas –la resabiada Lea, la colérica Ivón y la pusilánime Lucía– hagan saltar por los aires una relación de quince años y se comporten como naciones en guerra.
Lea (Marylin Castillo) compra un cuadro por 500 mil soles y eso desata la furia de Ivón (Magaly Libertad). Ella no puede entender cómo su amiga ha podido gastar tremenda cantidad de dinero en una tela blanca. “Es una porquería”, le dice. Entre ambas, aparece Lucía (Alba García), quien intenta evitar una verdadera guerra pero lo único que consigue el soliviantar más los ánimos.
Paradójicamente, ni Ivon ni Lea pueden soportar que Lucía, testigo impotente de las hostilidades, siga siendo lo que siempre ha sido: un país neutral. Pronto todo esto nos muestra la fragilidad de las relaciones humanas, la incapacidad para entender y para amar por encima de nuestros propios prejuicios.
“Este personaje es nuevo para mí, distinto a lo que he hecho. Estoy muy cómoda construyéndolo e interpretándolo”, expresa Marilyn Castillo.
Por su parte, Magaly Libertad asegura: “Me estoy divirtiendo mucho porque es la primera vez que participo en una comedia. He hecho farsas, dramas y tragicomedias. Me canso mucho, me gusta, es muy divertido”.
Por último, Alba García añade que interpretar y dirigir “Arte” es todo un reto para ella porque, siendo española, es su primera experiencia laboral en Perú.
“Es un gran reto para mí porque es la primera vez que hago teatro en Perú. Estoy muy contenta con mis compañeras, me divierto mucho con ellas en los ensayos y estoy segura que nosotras, como actrices, nos vamos a divertir mucho en el escenario y conseguiremos transmitir esas emociones al público. Todos están invitados”, indicó.
Cabe precisar que “Arte” ha sido traducida a treinta y cinco idiomas y ha supuesto un éxito en todos aquellos países en los que se ha representado. Su principal virtud es la de haber sido capaz de conjugar el éxito comercial y literario, lo cual es realmente difícil de conseguir.
La obra original fue escrita para ser interpretada por tres actores hombres, por tanto esta es la primera vez que se estrenará su versión femenina.
“Arte”, un texto excelente que se ha convertido en el más sabio y divertido tratado mundial sobre la amistad.

viernes, noviembre 04, 2011


Una pobre vagabunda
La noche la sorprendió sin comida en un invierno para el olvido. La crisis estaba de moda por aquellos días en la prensa y en los comentarios de los cafés, pero ella, que siempre anduvo en crisis, no sabía diferenciar a ciencia cierta cuándo habían empezado los problemas. Aquella tarde se la había pasado durmiendo, más que por agotamiento, para engañarle al hambre que engendraba en su interior. Bien sabía ella, pues su madre se lo había dicho: cuando el alimento escasea y el hambre acecha, lo mejor es echarse a dormir.
Deambuló por las calles húmedas de Madrid, saltando entre los charcos de agua y las grietas de las calzadas con unas ganas locas de probar algún bocado. Estaba muriéndose y era precisamente el hambre voraz que rugía en sus tripas lo que la hacía estar convencida de que aún estaba viva. En su camino hacia la nada se cruzó con muchas como ella, que también vagaban solitarias y desconfiadas en aquella tierra extraña y sin esperanzas. Cuando pasaba algún taxi ella le hacía señas al conductor para detenerlo y pedirle ayuda, pero su aspecto indecoroso, triste y mugriento hacía que los chóferes, bastante brutos por cierto, pisaran a fondo el acelerador y le salpicaran el agua encharcada en las canaletas. ¡Malditos, hijos de puta!, les gritaba en su idioma extranjero, pero ellos sólo reían y escapaban a toda marcha.
En la calle Montera vio cómo las prostitutas se ganaban la vida, pero se decepcionó aun más pues ella tenía muy en claro sus limitaciones físicas. Escapó de allí a toda prisa y llegó a la Plaza de Sol, donde el reloj de la Casa Consistorial anunciaba casi la medianoche y el Tío Pepe, sumido en las tinieblas y la soledad, lucía una sonrisa triste ante las escasas personas que, como ella, callejeaban a pesar del frío y del viento que soplaba como el aliento de la muerte.
Corrió entre los comercios cerrados y las casas trancadas hasta un barrio que le parecía conocido. El letrero de la estación del metro decía ‘Marqués de Vadillo’, pero aunque esas figuras no le sonaban a nada (ella sólo veía figuras porque no sabía leer), tuvo la impresión de que sus huellas ya las había dejado mucho antes por allí. Caminó hasta la glorieta y se tiró panza arriba en el césped de la rotonda. Estaba húmedo. Nunca se había sentido tan sola como aquella noche y por un momento pensó que iba a morir pronto. Alguien me atrapará y me matará, se dijo a sí misma, no convencida por completo pero sí muy asustada.
Una vieja que cubría su existencia encorvada con un abrigo y sandalias de lana echó una bolsa de basura en el contenedor anaranjado de una esquina y, por un momento, ella pensó en volver a hurgar entre los desperdicios como siempre lo había hecho. Siempre, hasta un día en que el camión recolector la sorprendió mordisqueando una barra fría de pan dentro de uno de esos depósitos. Escapó de suerte antes de que la echaran a la compactadora y quedó tan asustada que se prometió a sí misma nunca más volver a hurgar entre la basura.
Ella vivía en la calle. Dormía entre cartones y bebía agua de la lluvia. Rara vez se lavaba. Apestaba. Cuando alguien dejaba algo de comida en la banca de algún parque, ella se encargaba de limpiarla. Le gustaban las frutas y el pan, sobre todo las más dulces. Una vez, que ella recordaba como el día más feliz de su vida, aprovechó una puerta entreabierta para escabullirse en el almacén de un Eroski. Que hizo fiesta, es poco. ¡Se comió todo lo que pudo! Se escondió entre un andamio y vio al vigilante apagar las luces y luego cerrar el centro comercial hasta el día siguiente. Fue la noche de su gloria. O iba a serlo, ya que un sensor y una alarma la delataron y el sonido despertó al vecindario, encendió una bombilla roja en la estación de la policía y atrajo a unos guardias que por poco la mataron a patadas. Escapó adolorida, pero con la barriga llena.
El hambre ya era insoportable. La quietud del viento anunciaba una nevada. La luz de algunos televisores se perdía entre persianas mal cerradas, y su resplandor iluminaba las hojas de los árboles tontos que bailaban sin ritmo. Debía cobijarse. Debía salvarse. Un letrero apagado con la foto de una hamburguesa de queso y jamón la atrajo, y su imagen reflejada en la mica le volvió a hacer pensar en la muerte: Qué fea y flaca me he puesto.
Fue entonces cuando miró hacia donde nunca debió haber mirado. Otra puerta entreabierta la llevó hasta una casa de dos plantas, de pisos de madera y alfombra. La calefacción estaba encendida y el olor a incienso que expelían unas varillas era agradable y adormecedor. Escuchaba ruidos en el piso superior, pero el instinto de supervivencia pudo con ella y la condujo sin hacer el más mínimo ruido hasta la cocina. El olor del incienso cambió por el de una cena reciente, cuyo rastro incluso mantenía algunas fuentes de comida picoteada sobre la mesa. No lo pensó dos veces y se abalanzó a los alimentos. Había de todo. Carnes, verduras, frutas, queso manchego del mejor, jamón de bellota, frutos secos, pan y vino. Comía y comía como una bestia, masticaba rápido y miraba a sus costados con temor. Con sigilo, con avidez. Con los ojos saltones y la comida escurriéndosele por la cara. Se atragantó, tosió y siguió. No paraba de comer y comer y mirar y mirar y degustar, y sentir que por fin llenaba su alma y respiraba en paz. Los pelos se le pusieron de punta, pero de felicidad, de satisfacción. Echó una lágrima con un último bocado y entonces cometió la ligereza de sentir sueño y querer más de lo posible. Dormiré en la habitación de esta casa, como si fuera de esta familia, se dijo. Subió las escaleras, una a una, sin hacer ruido, con las manos puestas en el piso como si estuviera trepando en una colina. Los ronquidos de alguien mayor la hicieron escoger la habitación del frente, donde dormía un niño de unos cinco años. Empujó la puerta y ésta crujió pero muy poco, y entonces entró. Las cortinas eran azul casi negro y había muchos juguetes y peluches puestos todos en su lugar. Olía a niño. A travesuras. Quiso más, y ésa fue su perdición.
Junto a la cama del niño había una silla inflable de plástico en forma de balón de fútbol. Se veía cómoda. Nunca había visto algo igual. Caminó lentamente hasta él y lo vio que dormía con tanta paz y ternura y no pudo más. La comida la había adormilado. Habían sido muchas emociones juntas, así que se tumbó en la silla con tanta fuerza que ésta expulsó un bufido tan fuerte que no sólo despertó al pequeño, sino que lo hizo dar un brinco y gritar ¡¡mamá!! para luego salir disparado. ¡Mamá, hay una rata en mi habitación! Gritó el niño y lloró y la abrazó. Descubierta ella, y atrapada porque el niño cerró la puerta al salir, corrió de un lado a otro. Su sombra se proyectaba en las paredes como si fuera un monstruo, de la misma forma en que se proyecta la imagen de un zancudo cuando se cruza ante una bombilla. Su corazón ya no podía latir más fuerte y más rápido, incluso sintió que sudaba y que sus patas no le respondían. Se metió detrás de la cómoda, entre unos papeles empolvados. Escuchó abrirse la puerta. Cerró los ojos. Recordó a su familia perdida corriendo de noche en los campos de verano, robando comida y dibujando una sonrisa entre los bigotes. Abrió los ojos y vio un peluche pequeño debajo de la cama. Era una rana. Fue la última imagen que se grabó en sus retinas. De pronto los dolores se apagaron, la luz se había encendido, el olor a incienso otra vez y la calle. Ya no estaba fría. Tampoco tenía hambre. Su cuerpo ya no le respondía pero eso ya no le importaba porque por fin estaba en paz, libre de sufrimientos. ¿Es esto el paraíso?, pensó. Fue entonces cuando la madre del niño abrió la tapa del contenedor anaranjado de aquella esquina y luego se fue asqueada y murmurando... ¡Nunca más entrarás en mi casa, rata inmunda!

viernes, setiembre 30, 2011

De la niñez en Trujillo a las inolvidables vivencias en Europa.
Una vida en bicicleta

La vida avanza como las ruedas de una bicicleta. A veces hay frenazos, a veces, caídas; a veces, cambios repentinos; pero, sin duda alguna, siempre continúa.
Recuerdo muy bien el primer día en que subí a uno de esos vehículos. Fue en la casa de mi padrino, cuando apenas tenía cinco o seis años, y la ‘bici’ de mi primo estaba acondicionada con rueditas para niños. Me subí en ella y di tres o cuatro pedaleadas en el garaje. Sentía como si volara.
A lo largo de mis 30 años he vivido numerosas experiencias con bicicletas. En los 80, muchas de las actuales urbanizaciones trujillanas solo eran campos de maíz o caña de azúcar y los caminos polvorientos que cortaban a esos sembríos perdidos fueron las primeras ‘ciclovías’ donde pedaleé.
Fue mi padre quien sembró en mí el gusto por ese ligerísimo vehículo de dos ruedas. Los domingos, y cada vez que podía, él me llevaba sentado en la caña de su Ronson azul de manubrios doblados, frenos con varillas de metal y tapabarros de lata. Yo iba algo incómodo, pero contento, tocando un timbre plateado y gordo.
La primera bicicleta que tuve también fue azul y mi padre la compró en Tacorita, de segunda mano. En esos tiempos de hiperinflación, una bicicleta nueva era un lujo que mi familia no se podía permitir. Las más costosas las vendía Pereda, en el jirón Ayacucho, una tienda que yo miraba desde la vereda, que olía a caucho y a plástico nuevo, y que me hacía soñar.
Sin embargo, yo y mi BMX oxidada, sin cambios ni contrapedal, con un freno de goma que a las justas hacía presión, íbamos felices por las calles de Trujillo. Una vez se puso ‘chúcara’ y me lanzó contra el asfalto y, ‘rebotando’, llegué al hospital. La experiencia me dejó una cicatriz en el mentón que hasta ahora luzco como herida de guerra.
Mi padre a veces nos acompañaba con su Ronson y en algunas ocasiones se nos unía mi hermana Malú, a quien yo le había cedido con mucho gusto mi vieja ‘caña’. De La Arboleda hasta El Golf era nuestra ruta. Algún día soñé con ser agricultor y le pedí a mi padre que me compre unas cuantas hectáreas de tierra detrás del Claretiano, mi colegio. Seguro habría sido un buen negocio. Ahora en esos terrenos se encuentra el Real Plaza.
En los 90, la montañera se puso de moda. Mi padre primero le compró una a mi hermano mayor Erick, y él le decoró las llantas con discos de espirales rojiblancos. Después, la sorpresa fue para mí cuando encontré en casa una Bianchi verde y aro 24 de accesorios Shimano. Un día, cuando paseábamos con otros amigos entre los cañaverales donde ahora se levanta la urbanización Covicorti, aparecieron dos asaltantes con unos cuchillos que yo recuerdo como sables. Tal vez se quedaron hipnotizados con los discos de la ‘bici’ de mi hermano, pues tras una pelea breve, se robaron esa montañera preciosa y huyeron con dirección a Buenos Aires. Cuando volvimos a casa, mi madre nos dijo: “Ya ven, yo les decía que no fueran por ese lugar”.
Los años siguieron transcurriendo y mi familia y mi BMX (más oxidada que antes) nos mudamos a vivir a Malabrigo. ¿Cómo olvidar aquellas noches en que recorría sus calles de tierra, solo alumbrado por el claro de la luna? En el pueblo no había electricidad en las casas y mucho menos en las calles. La televisión se conectaba a una batería y la radio funcionaba con seis pilas gordas. En los techos de las casas se alzaban antenas de aluminio en cañas de Guayaquil con un dispositivo que todos llamaban búster (booster) y que era tan potente que captaba hasta canales de Centroamérica y Asia.
Cuando Hidrandina instaló postes de alumbrado público en Malabrigo, todo cambió. Mis paseos en bicicleta ya no fueron los mismos porque las calles iluminadas perdieron el misticismo y la sorpresa de antaño. Malabrigo se fue convirtiendo poco a poco en una ciudad que atrajo a forasteros del norte (sobre todo de Paita) y de Chimbote. La delincuencia llegó y se lo llevó todo.
Volví a Trujillo. Ingresé a la escuela de Periodismo de la UNT. Todos los días iba a clases en una montañera ‘frankenstein’ armada con piezas que pude rescatar de otras bicicletas viejas. Al salir, por las tardes, manejaba a toda velocidad hasta el restaurante donde trabajaba como mozo y después, cocinero. Por la noche, pasada la 1 a.m., regresaba a casa junto a mi compañero ciclista, quien se encargaba de hornear los pollos.
Cuando entré a trabajar en La Industria, hace ya más de 10 años, pienso que me aburguesé un poco. Al tercer año de labores, compré una bicicleta nueva con la intención de ahorrar hasta unos 200 soles mensuales que pago por taxis, pero por alguna razón –que seguro fue pura pereza–, opté por gastar ese dinero y dejé abandonada mi bicicleta en un rincón de la casa.
Gané una beca. Mi ‘bici’ quedó olvidada y partí hacia Madrid, donde viví por casi un año. Al viajar por media Europa con Alba, mi novia, tuve contacto con la verdadera cultura del ciclismo. Descubrí que en Ámsterdam hay más bicicletas que personas y que los ciclistas (y no el peatón) tienen la preferencia en las calles. Los automóviles se detienen y los caminantes se hacen a un costado cuando suena un timbre de bicicleta. Incluso, en los semáforos aparecen figuras de ciclistas.
Barcelona y Santander son otras ciudades con mucha cultura de ciclismo. En la última, a orillas del Cantábrico, se puede alquilar estos vehículos que permanecen aparcadas en las esquinas, pagando con tarjeta de crédito. Pasas el plástico y recibes un código impreso en el voucher, que al escribirlo en un teclado, libera el seguro de la ‘bici’ y te permite pasear por el malecón. Cuando terminas, y quieres devolverla, lo puedes hacer en cualquiera de los puntos de la ciudad donde se ofrece este servicio (no tienes que regresar al lugar donde empezó el paseo).
Mi capacitación culminó y volví a Trujillo. Cláxones, caos, humos, gritos, taxis como hormigas, micros destartalados. El desorden en su máxima expresión. Un día, cansado del laberinto que se vive en esta ciudad primaveral, fui a la casa de mis padres a desempolvar mi vieja ‘bici’, pero ya no la encontré. Se había jubilado. El óxido se la comió y un sujeto que pasaba en un triciclo, con motor y megáfono, se llevó su cadáver.
Pero los meses pasaron y un día descubrí que en las mañanas dominicales la avenida Juan Pablo II se convierte en ciclovía. Un buen comienzo para un cambio que se necesita a gritos. Considerando que el conducir bicicleta puede prolongar la vida hasta en cinco años (y yo quiero vivir bastante), tal vez, quién sabe, con el correr de las semanas, me compre una nueva.

miércoles, abril 13, 2011


El nuevo restaurante Metropolitain esconde tras sus paredes una historia romántica
El amor le regaló a Trujillo 
un pedacito de Francia

Cuando abordó el avión en París con destino a Lima, David nunca imaginó que encontraría el amor de su vida en Perú. Ni siquiera sabía muy bien cómo era nuestro país, pues –como la inmensa mayoría de europeos– pensaba que todas las personas se transportaban a lomo de llama y vestían ponchos y ojotas. “Ni siquiera sabía que Machu Picchu estaba en Perú, sólo conocía que estaba por allí, en Sudamérica”, reconoce entre risas.
Claro está, David tampoco estaba al tanto de que al norte del Perú existe una playa llamada Huanchaco y, mucho menos, que ese balneario –tan golpeado actualmente por fuertes mareas– sería el escenario de la gran historia de amor de su vida.
Mientras que él volaba hacia la capital peruana, Angie Rosales Beraun llevaba una vida bastante hogareña. Iba de casa a la universidad y rara vez salía a fiestas. Sus amigos la intentaban animar, pero ella casi siempre buscaba excusas para disfrutar de su soledad y arroparse entre sus sueños.
David Dias Costodio, fiel a su espíritu mochilero, aterrizó en Lima en octubre del 2007, con la intención de recorrer Sudamérica durante seis meses y luego retornar a su país. Su alma viajera ya lo había llevado a la India, Marruecos, Senegal, Pakistán y media Europa. Pero como siempre le atrajo el continente del río Amazonas, de las Cataratas del Iguazú y de los Incas, un buen día buscó en Internet el destino más barato y ése fue Lima. Tras recorrer nuestra capital, un amigo que se encontraba allí le recomendó enrumbar hacia el norte y venir a Huanchaco. Él, le hizo caso.
Una mañana, sin excusas por esgrimir, Angie aceptó la invitación de una amiga chilena, que visitaba Trujillo, para disfrutar de las aguas huanchaqueras. “Me insistió y yo dije que no, pero al final acepté”, cuenta. Fue entonces cuando, tumbada en las arenas, vio cómo un gringo medio chato que, según recuerda, “caminaba como pato por la orilla”, se acercaba sin quitarle la mirada de encima.
Angie se puso nerviosa, decidió huir y entró al agua. Se refrescó y volvió a sus colores y temperatura naturales. Pero esto sólo fue momentáneo. Cuando regresó a donde estaban sus amigos, con ellos se encontraba, sonriendo y conversando, ese gringo que caminaba como pato. “Allí empezó todo”, recuerda claramente Angie, quien tiene 22 años y proviene de una familia de la cálida Tingo María (Huánuco).
“Al comienzo tuve miedo porque hay muchos gringos descuartizadores (risas), pero después lo fui conociendo y me enamoré de él. Lo que más me gusta es que no es nada machista y es hogareño. Además, él respeta mis ideas y yo las suyas. Estamos muy bien”, confía.
Mientras tanto, él la mira y sonríe. Sus ojos no pierden el asombro que debe sentir al verse tan lejos de casa, revelando su vida privada y, con 29 años a cuestas, construyendo una vida insospechada. “Yo me di cuenta de que la amaba y me quedé en Trujillo. Aunque he salido a Colombia y Ecuador, prácticamente llevo más de tres años junto a ella. Yo la ayudo en todo lo que puedo”, asegura y luego agrega lleno de felicidad: “Nos casaremos el mes que viene”.

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En el Barrio Latino de París, frente de la plaza de San Miguel y muy cerca del río Sena, se encuentra la estación del metro Metropolitain. Ése es el nombre que escogió Angie y su mamá, con asesoría de David, para bautizar al restaurante francés que abrió hace un año en Trujillo. Aunque al comienzo pensó fundar un bar de copas en el centro de la ciudad, el elevado costo de los alquileres la llevó un poquito más lejos, a la avenida España, cerca de la Biblioteca Municipal. “Buscamos muchos lugares, pero éste nos pareció el mejor”, recuerda Angie.
El local está decorado con carteles parisinos de fines del siglo XIX, como el que pintó Steinlen en 1896 para el famoso y bohemio cabaret El Gato Negro (Le Chat Noir) o el que realizó Toulouse-Lautrec para el aún con vida Moulin Rouge.
El estilo Art Nouveau que luce el local, que no es más que el modernismo que surgió en Europa a fines del siglo XIX, le otorga una singular, austera y acogedora belleza decorativa. Esto se complementa y se fusiona con el misterio de los terciopelos rojos, el color y las rugosidades de la madera, la iluminación ámbar y tenue, y la silueta –delicada y grácil– de una mujer de cabellos ensortijados pintada junto a la barra.
A este ambiente bohemio se suman las célebres interpretaciones de Edith Piaf como La Vie en Rose o Non, je ne regrette rien, así como los olores, esos exquisitos aromas que abren el apetito e invitan a alimentar no sólo la carne sino también el alma.
Todo esto conforma una atmósfera muy europea en el Metropolitain, un local elegante, romántico, añejo y moderno. Es un trocito de Francia en Trujillo. Una verdadera experiencia francesa a la vuelta de la esquina.
“Yo le revelé la receta de mi abuela y ella ahora cocina mejor que los propios franceses”, cuenta un orgulloso David, quien desciende por línea paterna de una familia portuguesa que se asentó en la región francesa de Bayona y se dedica, hasta ahora, a la construcción y los bares de fiesta. “A veces extraño Francia, porque uno siempre piensa en lo que ha dejado en su país, pero aquí estoy muy bien. Allá hay más arte en las calles, pero no hay cumbia. Aquí sí hay mucha cumbia”, dice y vuelve a reír.
Luego añade: “Yo comparo al Perú actual con el Portugal de hace treinta años. Lo interesante de venir de Europa es que puedes ver aquí cómo serán estas ciudades en el futuro. Por ejemplo, yo avizoro que, así como pasó con los cascos históricos europeos en los 70, el centro de Trujillo poco a poco va a atraer a los ‘pitucos’ y esas casonas que ahora están en ruinas, van a volver a ser mansiones. El centro va a ser el nuevo barrio ‘pituco’ de Trujillo”, vislumbra David.

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Después de la masa crujiente que se quiebra entre los dientes, el queso derretido es el rey de las pizzas. Su textura pegajosa se funde en el paladar con el sabor de la salsa de tomate y el zumo bendito de las aceitunas negras. El chorizo y el jamón, ardientes y trozados, hacen lo propio entre los olores del orégano y del pimiento rojo en polvo. El sabor salado predomina en la Carnívora (carnivore), pero la carta del Metropolitain llega mucho más lejos y ofrece una infinidad de combinaciones.
Aunque toda la variedad de pizzas conforma el platillo más solicitado por los trujillanos, hay un postre sagrado, bajado desde el Olimpo, que lleva a la gloria a quien lo degusta. Se trata del crepe (crêpe), el cual en París se puede comprar en pequeños quioscos del Barrio Latino y comerlo mientras se camina entre callejuelas empedradas y secretas, apreciando ese gran museo vivo que es Europa.
“Muchos vienen por las pizzas y preguntan: ¿qué es el crepe? Pero, después que lo prueban, les gusta tanto que se convierte en su platillo preferido”, confiesa Angie.
El crepe es fina una tortilla hecha con harina de trigo que se puede untar con crema de chocolate y avellanas (nutella) o mermelada, en sus versiones dulces; o rellenarla de queso y jamón, en su presentación salada. No hay palabras para calificar sus sabores. Exquisitos es poco.
Además de cafés o cervezas, la carta del restaurante ofrece cócteles exóticos semejantes a los macerados de ron que prepara la población caribeña de las islas francesas de ultramar. Mezclas de plátano, lima, limón y miel; piña sola; coco lima y limón; coco con fresa o licores de frutos secos es lo más original de la surtida barra del local que, claro, ofrece coñac francés y pisco peruano. Dos bebidas que representan a dos ciudades, a dos países y a dos corazones.
El negocio aún no es muy conocido, pero según cuenta Angie, cada mes aumentan los comensales y, sobre todo, quien va una vez, regresa. Esto ocasiona que su mejor publicidad sea el boca a boca. Aunque existen proyectos de expansión, por ahora la idea es consolidar bien este primer local y luego pensar en abrir otras sucursales. Incluso, si todo sigue yendo viento en popa, ambos planean inaugurar un restaurante peruano en Francia, para equiparar las cosas. “En Francia no se sabe absolutamente nada de Perú. No se conoce ni el cebiche, así que ahí hay una oportunidad de negocio”, finaliza David.
El Metropolitain es más que un restaurante. Es el fruto de un amor. Además de ello, al ser un negocio de raíces francesas, su sola existencia contribuye en cierta forma con elevar de categoría a la oferta gastronómica y cultural que ofrece Trujillo, una ciudad que cada vez se introduce más en el frío mercado de la comida fabricada en serie y que requiere de muchos más lugares como éste. Lugares con alma.

¿Dónde queda?
Restaurante Metropolitain. Avenida España 644, cerca del cruce con Orbegoso y Mansiche. Atiende todos los días de 5.00 a 11.30 p.m. Teléfono: 226249.
Trujillo es una ciudad ‘sitiada’ por la bulla y el caos
El ruido nos carcome
la vida desde dentro


Bocinazos, gritos, sonidos de motores, fiestas bullangueras y más bocinazos. Trujillo suena cada vez más fuerte. En los últimos años, esta ciudad -otrora apacible- se ha ido convirtiendo en una urbe donde los lugares silenciosos escasean. Años atrás, cuando los jóvenes de mi generación éramos niños y jugábamos fuera de casa, podíamos echar una partida de fulbito en la calle sin temor a ser atropellados por algún conductor enloquecido. Sin embargo, el crecimiento económico no sólo nos ha generado centros comerciales y más trabajo, sino también, en la otra cara de la moneda, un desorden casi anárquico que nos taladra en los oídos a un enemigo bastante cruel: el ruido.
No sólo es el parque automotor de la ciudad, el cual tiene casi el 50 por ciento de sus unidades viejas u obsoletas, sino también la existencia de locales de baile tanto en urbanizaciones como en el centro histórico, que funcionan al margen de la ley o aprovechando vacíos en la interpretación de la justicia. Hay casos de familias que viven en casas colindantes con clubes nocturnos y discotecas, donde los bajos hacen retumbar las paredes y el insomnio y el estrés atacan con fuerza.
De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, casi el 80 por ciento de la población del planeta que habita en ciudades se encuentra expuesta a niveles de contaminación sonora superiores a lo recomendado. Asimismo, este organismo internacional precisa que la exposición a sonidos fuertes y prolongados genera en las personas daños físicos como dolor de cabeza, hipertensión, problemas digestivos, aumento de la glucosa y del colesterol, cansancio e insomnio. Precisamente, estos dos últimos males generan bajas en las defensas y la persona que los padece queda expuesta a contraer enfermedades infecciosas.
Estudios médicos precisan que desde la niñez, las personas expuestas a ruido excesivo reportan niveles elevados de presión arterial así como cambios nerviosos, lo cual, ya en la madurez, podría propiciar la aparición de dolencias cardiovasculares. Incluso, el efecto del ruido en las parejas se ha asociado con la reducción del deseo sexual.

Fuerte y claro
Habría que precisar qué es el ruido. Se estima que una exposición constante a más de 45 decibelios durante las noches, impide un sueño apacible y genera malestar. Existe una tabla mundial que mide los decibelios (DBS) desde el silencio absoluto (cero decibelios) hasta la explosión de un artefacto (180). Por ejemplo, el tráfico en una ciudad reporta unos 80 DBS, una aspiradora en funcionamiento, unos 90 DBS y un concierto de rock, 120 DBS.
“La exposición al ruido no debe ser superior a los 85 decibelios, ni por espacio de ocho horas continuas”, precisó a La Industria el médico trujillano Saúl Suárez Gutiérrez, otorrinolaringólogo y pastdecano del Colegio Médico de La Libertad.
En reciente entrevista con nuestro medio, el especialista precisó que médicamente se define como ruido “a un sonido que nos produce una sensación desagradable que puede ocasionar daños a la salud, ya sea directa y solamente al sistema auditivo, o de manera sistemática”.
Por ello el ruido cala hondo. Tal vez, llega hasta el alma. Uno de los efectos psicológicos más notorios generados por la bulla constante es el estrés. Pero se suman otros como la irritabilidad, la depresión, la falta de concentración y el rendimiento menor en el trabajo. Todas estas manifestaciones psicosomáticas propician un malestar general que, incluso, sin ser alarmistas, podrían causar hasta la muerte.
“En los niños, baja el rendimiento en las escuelas porque no se pueden concentrar en las clases. Como no duermen bien, su sistema se encuentra alterado y todo funciona mal”, precisa el especialista en concentración Mauricio Pérez Darío.
Otro de los efectos, relacionado con el aspecto psicológico, es el surgimiento de problemas en la comunicación y el aislamiento. Este efecto social surge desde que el organismo se siente incapaz de llegar a un estado de tranquilidad.
Y claro, el efecto más conocido que ocasiona el ruido es la pérdida de la audición. “Para evitar los daños físicos o el malestar psicológico que produce el ruido constante, el organismo se habitúa al mismo a costa de perder capacidad auditiva. Pero, como resultado, cuando no adopta una protección adecuada, se puede desarrollar una pérdida permanente de la audición”, indica el organismo médico Botánical.

Cuídese. Se estima que una exposición larga a sonidos superiores a los 90 decibelios (aspiradora encendida) puede producir sordera. Lo mismo puede ocurrir con una exposición por más de un cuarto de hora a más de 100 DBS (tubo de escape de motocicleta).

Peligrosa costumbre. De acuerdo con el Segat, uno de los mayores problemas de contaminación sonora que soporta Trujillo es la mala costumbre que tienen los taxistas de tocar el claxon al llegar a cada esquina y como medio de aviso a sus ocasionales clientes. A esto se suma la organización de fiestas y mítines en lugares abiertos como la Plaza de Armas.

lunes, enero 24, 2011


En el Centro Histórico de Trujillo, las urbanizaciones y los distritos no se sabe de limpieza
La basura de siempre

No hay hechos aislados. Cuando una persona arroja un papel a la calle, por más pequeño que éste sea, y piensa que sólo se trata de un papelito, no se da cuenta de que su envoltorio se integrará con los otros cientos, miles y millones que vuelan por la vía pública y dan a la ciudad un aspecto pésimo, de suciedad y mala educación. Lección 1: Guárdate el papel en el bolsillo y luego arrójalo en una papelera.
Pero el problema va más allá: En Trujillo no hay papeleras. Las que existen, están mal diseñadas, rotas o llenas. La basura desborda. Los papeles se salen de estos depósitos, vuelan por los aires y terminan en los jardines, las aceras y hasta dentro de las casas. Lección 2: Que las municipalidades instalen buenas papeleras en toda la ciudad.
Una última: Que los municipios coloquen depósitos con tapa en las esquinas para que las personas dejen allí sus bolsas y no lo hagan en la calle. Es que… hay tanto, tanto, tanto por mejorar…







domingo, noviembre 28, 2010

Conduciendo de Marrakech a Essaouira, dos ciudades encantadoras
Un viaje a las entrañas del exótico Marruecos

Acabo de llegar a la plaza principal de Marrakech y ya tengo una serpiente enrollada en el cuello. Un par de árabes con túnicas me identificaron como turista por la cámara de fotos y la vestimenta occidental (no por mi cara, porque tengo cara de árabe) y sin previo aviso ni anestesia uno de ellos me colocó un ofidio en el cogote y una gorrita mora llamada fez o tarbush en la coronilla, al tiempo que el otro me quitaba la cámara. Boto, Boto, me dijo, con acento árabe. El otro cogía la cabeza del animal para que no me mordiera. Ya, pero rápido, le respondí. La instantánea perfecta, pero con cara de miedo. El árabe me tomó la foto y yo le di las gracias. Me devolvió la cámara y el otro me quitó el reptil del cuello. Sin embargo, el calvario recién empezaba…
Veinte eulos, veinte eulos, me pidió uno de ellos con insistencia. ¿Qué?, ¿¡Veinte euros!? No, es mucho, le respondí de inmediato. Los árabes se molestaron y empezaron a hacer alboroto en torno a mí. Para calmarlos, saqué la billetera y les di veinte dirhams (al cambio, dos euros). Muy boco, ¡muy boco!, ¡¡más, más!!, me exigían. Eulos, eulos, reclamaban. Es todo lo que tengo, les aclaré (cosa que era cierta). Yo no quería ninguna foto, agregué. Es bara la suerte, me dijo uno, pensando que me iba a espantar tras recibir un maleficio berebere. Adiós, adiós, les dije. Bara la suerte, Bara la suerte… alcancé a escuchar mientras me iba.
Marrakech es la ciudad más turística de Marruecos (país ubicado en el norte de África) y en los últimos años se ha ido convirtiendo en un lugar de moda. Por algo, la película Sexo en la ciudad 2 fue filmada en esta tierra misteriosa que, por sus finos decorados y sus ventanas y puertas de arcos ojivales, transporta imaginariamente a sus visitantes a los escenarios de Las mil y una noches, pero que por su caos y su pobreza periférica sitúa a los forasteros en un país tercermundista.
Con 1 millón 545 mil habitantes, Marrakech, una ciudad construida con tierra roja, se ubica al sur de Marruecos, al pie de la cordillera del Atlas, sobre los 466 metros de altura. Fue fundada en el año 1062 y en varias oportunidades fue la capital del gran Imperio Islámico. Su centro histórico o Medina es considerado Patrimonio de la Humanidad y cuenta con palacios árabes, mezquitas como la de Ben Youssef y la Kutubia, numerosos museos, jardines y barrios con hoteles de lujo y palmeras, así como un recinto sagrado donde se encuentran las tumbas de los sultanes Saudíes.
El vuelo, que partió de Madrid, me permitió ver desde el cielo las dos orillas del Estrecho de Gibraltar (la frontera más desigual del mundo). África a la derecha, con toda su miseria, su hambre y su muerte; Europa a la izquierda, con toda su opulencia, su industria y su capital. Dos orillas, dos mundos, dos realidades, una sola injusticia.
Los controles en el aeropuerto fueron sencillos (los peruanos no requerimos visa para entrar en Marruecos). Quise alquilar un automóvil, pero me recomendaron hacerlo en la ciudad, porque los negocios de la terminal aérea abusan. Así lo hice y fui en taxi hasta la misma plaza Djemaa el Fna, donde horas más tarde no sólo conocería a los encantadores de serpientes que aman los eulos, sino también a un mundo de olores, sonidos y colores compuesto por bailarines, acróbatas, músicos, cuenta-cuentos, faquires, dentistas que extraen muelas en plena calle, mujeres que pintan las manos y los pies con henna y mercachifles que ofrecen desde lámparas y alfombras maravillosas hasta jugos de naranja [el jugo de naranja de Marrakech, que cuesta tres dirhams el vaso (0,30 céntimos de euro o un nuevo sol) es lo mejor para aplacar los efectos de un calor que puede superar los 42 grados de temperatura].
Todos le ofrecen algo a los extranjeros en las calles de Marrakech, pero esa sensación de acoso se multiplica por cien cuando ingresas al zoco. Se trata de un mercado de callejuelas estrechas, donde el olor de las especias, los aceites, los frutos secos y las esencias de flores se confunden entre una atmósfera mágica, adornada por el resultado de una artesanía asombrosa. Verdadero arte hecho con las manos. Espejos y cajas mágicas, alfombras, teteras, pendientes, collares, muebles de cuero, inciensos… de todo. El zoco de Marrakech es un mundo en el cual los secretos se descubren en un ambiente donde el regateo es ley. Quien no pide rebaja, simplemente, no es bienvenido; simplemente, no sabe comprar.
No es la primera vez que me confunden con español. La primera vez fue en Lisboa, cuando viajaba con mi novia (que sí es española), frente del río Tajo. Se acercó un viejo y nos preguntó si éramos españoles y como no le dijimos que no, él se alegró y de inmediato nos ofreció marihuana, opio y hasta clorhidrato de cocaína. Ahora, en Marruecos, donde también estoy con mi novia, los lugareños no sólo nos dicen entre risas Real Madrid o Barcelona, sino además nos ofrecen cachimbas de todo tamaño, tipo y color. Por lo visto, a los españoles los identifican por su muy cierta afición de llenarse los pulmones de humo.
El calor es tan fuerte que no se puede ni pensar. Salgo nuevamente a la plaza. Son poco más de las dos de la tarde. Hay algunas mujeres que se cubren por completo con burkas y túnicas, pero la mayoría sólo esconde su cabellera debajo de pañuelos y viste jeans y camisetas. Marruecos es uno de los países musulmanes más occidentalizados, así que no es un lugar donde las mujeres se sientan obligadas a cubrirse todo el cuerpo. Incluso las chicas, que se maquillan con finura y se adornan con grandes aretes y collares, tienen derecho a elegir esposo y a pedir el divorcio y la custodia de los hijos en igualdad de condiciones que los hombres.
Los amigos hombres caminan cogidos de las manos y al saludarse se dan cuatro besos en las mejillas y luego se tocan el pecho. Los chicos marroquíes son muy cariñosos, pero lo son más cuando se trata de intentar toquetear a las mujeres forasteras (sobre todo a las turistas rubias que llevan vestidos cortos). Sutiles caricias en medio del barullo, miradas profundas o piropos subidos de tono. El marroquí es un conquistador, un atosigador, un macho y un calenturiento. Por ello, en Europa no les recomiendan a las mujeres jóvenes viajar solas a países árabes como Marruecos.
La tarde está cayendo y las farolas ambarinas iluminan el centro de Marrakech. El rezo de la tarde ya pasó y los altoparlantes instalados en las calles ya no llaman a los fieles a la mezquita. El hotel que encontramos es precioso y sobre todo barato. Está adornado con azulejos de ensueño, hierro forjado y decorados en alto relieve sobre las paredes. Lo único malo es que el aire acondicionado no funciona, pero en compensación nos alquilaron un carro muy barato. El destino será el pequeño puerto de Essaouira, en la costa atlántico marroquí.

DEL CAOS CITADINO AL VIENTO DEL MAR
Si las ciudades peruanas son caóticas, las de Marruecos deben ser el infierno. En nuestro país uno debe conducir a la defensiva y evitar chocarse o atropellar a algún peatón imprudente. En Marruecos, a esto se le suma el esquivar camellos, caballos, perros, motos, bicicletas, camiones y autobuses. En algunas calles, sería como conducir por el Mercado Mayorista de Trujillo en hora punta, pero con un zoológico suelto.
Son las 10 de la mañana y nos dirigimos a Essaouira, una ciudad marítima ubicada a 350 kilómetros hacia el suroeste, que algunos llaman Mogador y otros ‘La Perla del Atlántico’. Llevamos un Fiat Palio del 95 en buen estado y muchas ganas de introducirnos un poco más en Marruecos.
Los alrededores de Marrakech son muy pobres. Por la carretera, que es una línea recta de asfalto que parece interminable, se nos cruzan personas que caminan en sentido contrario vistiendo túnicas y escondiendo sus cuerpos. Me pregunto hacia dónde irán. Marruecos es una monarquía constitucional que en forma paulatina se ha ido democratizando y mirando más hacia Europa y América que hacia el propio África. Su extensión equivale a la tercera parte del Perú, pero tiene algo más de población (32 millones de habitantes). Es un país islámico, con una economía estable y en crecimiento.
El camino es árido y los sembríos son casi inexistentes. Sólo algunas parcelas muestran chispazos de verdor que nos hacen sentir que hay algo de vida en esas tierras. La carretera está bloqueada en varios tramos porque están construyendo una autopista de doble calzada, y eso nos hace demorar. Aún así, llegamos a nuestro destino a la hora del almuerzo.
El mar susurra con el viento en las costas de Essaouira, una ciudad de 70 mil habitantes, mientras que las gaviotas cantan y sobrevuelan en círculos y unos pescadores recorren la costa en una lancha de madera. Una fortificación amurallada y decenas de cañones que apuntan al mar, dejados por los portugueses en 1506, conforman el área más importante de esta ciudad encantadora considerada por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad. Las calles son más apacibles que las de Marrakech y los essaouiríes caminan lento, como reflexionando sobre algo o tal vez preocupados. Los historiadores dicen que este carácter taciturno se forjó en Essaouira debido a la mezcla de culturas, religiones y razas que se han encontrado allí a través de los siglos: desde los fenicios hasta los romanos, los cartagineses, los bereberes, los portugueses y los franceses. Todos han pasado por aquí y han dejado un legado inscrito en el alma de estas personas, que por momentos parecen perdidas en el tiempo.
Comemos cuscús, pescado frito, pizza y helado de limón, y seguimos recorriendo la ciudad. Un árabe llamado Omar, que vende baratijas en la calle, nos contó que los musulmanes sólo pueden tener una mujer, aunque todos crean que pueden desposar hasta cuatro. “Hay muchas cosas que se dicen de nosotros, pero no son ciertas”, dijo.
Llegamos a la orilla del Atlántico y nos mojamos los pies. No hay muchos bañistas. Escribo África en la arena y el vaivén del agua borra paulatinamente la inscripción. Miro el horizonte e imagino cómo será ese mundo sin mundo que existe siguiendo la línea del sur africano y pienso en todos esos niños, mujeres y hombres que mueren de hambre o que se ven obligados a dejar sus pueblos para no ser alcanzados por las balas de alguna guerra estúpida. Vuelvo a escribir África en la arena y sólo espero que, con el tiempo, ya no se vuelva a borrar.