miércoles, diciembre 09, 2009

Un espía en Starbucks

Como hoy no tengo ninguna historia por escribir, describiré mi rededor. Burdo recurso, valgan verdades. Esto debe ocurrirme porque me encuentro en el lugar menos indicado para escribir: Starbucks Coffee. En la mesa del costado hay un tipo de unos 28 años que toma un frappuccino, es decir, la bebida más estúpida que los gringos podrían haber inventado: café con helado de leche. Lleva el cabello engominado y una cresta de adolescente que sobresale entre unas inmensas gafas ahumadas que tiene atrapadas entre las orejas y el cuero cabelludo. Escribe en un portátil, pero no sé qué. Tengo curiosidad de saber qué hace un tipo así con un ordenador. ¿Le escribirá cartas a su novia? No lo creo. Es más, ahora que le veo bien, no está escribiendo sino sólo jugando con los dedos sobre la zona del mouse. Tal vez, busca alguna información. Con la otra mano sujeta su cabeza y no deja de hacer temblar la pierna derecha, como si sufriera de un tic. Lleva dos anillos plateados, uno en cada mano, y un reloj con correa de cuero marrón hace tic tac en su muñeca izquierda. Una barbita rala corta su mentón y sus zapatillas Puma blancas lucen impecables. Casi, casi, brillan. Aunque él se ha disfrazado bien, no deja de ser lo que es: un buen cholo peruano. Muy típico, a mi entender (y valga aclarar que “mi entender” está lleno de prejuicios).

Detrás de él, en otra mesa, hay una chica que come un pastel de canela y bebe café en un vaso pequeño. Por su atuendo, parece trabajar en algún banco cercano. Debe haber salido a almorzar. Lo que no entiendo es por qué demonios come esa basura, si bien podría haber ido aquí muy cerca a empujarse un buen menú con fresco incluido. Se levanta, me mira y se da cuenta de que la estoy observando. Ya terminó su pastel. Mira hacia abajo, tal vez avergonzada, y se va. Al salir, se cruza con una mujer que ingresa. Le sujeta la puerta. Gracias, de nada, se dicen. La nueva clienta luce con orgullo un polo con un original estampado: I love NY. Se dirige a la barra, pregunta por algo y luego, sin más, se va. No compra nada. Tal vez sólo quiso oler los aires yanquis y recordar que alguna vez viajó a la gran Nueva York. O, tal vez, son sólo prejuicios míos. O, tal vez, nunca estuvo en Nueva York. Opto por lo último.

Junto a los vidrios hay tres gringos que sí son gringos. El más gordo tiene unos audífonos blancos enrollados en el cuello y escribe apurado en su ordenador. Parece un gallo, ese mismo de los dibujos: El Gallo Claudio. No logro ver qué hacen los otros dos, pues entre ellos y yo hay un hombre y una mujer que se miran como si estuvieran enamorándose. Ambos comen el mismo pastel asqueroso que pidió la banquera que se fue. Sólo veo la cara de la mujer pues el hombre me da la espalda. De cuando en cuando, ella me lanza algunas miradas desconfiadas, pero seguro sin imaginar que estoy escribiendo de ella. Es peruana, a la vista se nota. Le da un mordisco a su cinnamon con chispitas de chocolate, mastica rápido y vuelve a decir algo que no alcanzo a escuchar, mientras mueve las manos con agilidad, como si quisiera hipnotizar o convencer al hombre que me da la espalda de que ella es la mujer que él está buscando.

Entre el barullo de los clientes que sonríen como si estuvieran en la tierra prometida, el aroma del café se confunde entre una melodía romántica, sacada de una típica película de amor holliwoodense. Entonces me pregunto ¿qué estoy haciendo en este lugar? ¿Acaso he venido sólo por inercia como presumo que hace la mayoría, o es que realmente me gusta estar aquí? Para empezar, creo que el café de Starbucks es muy malo, tal vez es el peor que he tomado en mi vida. Es mucho mejor el que prepara el viejo Julca que trabaja en el archivo del diario o el que mi madre hierve en su moderna cafetera made in China. Sin embargo, estoy aquí, como ellos, tan ordinario como cualquier otro. Debe ser eso, soy ordinario y recién me doy cuenta. Soy uno más que el sistema ha creado. Soy fruto del consu-mismo. Con su mismo pensamiento, con su mismo todo.

Pero no, no me resisto a ser derrotado y a autocalificarme como un sujeto hecho en serie y con código de barras. No, por favor. Al menos déjenme vivir en mi engaño. Prefiero ser un espía metido en estas tierras que muchos califican como pequeñas embajadas del imperialismo yanqui, ése que quiere acabar con el mundo a punta de misiles, ése que lo contamina todo, ése que sólo sabe meterse en los líos ajenos. Ese mismo tan promocionado por el idiota de Hugo Chávez y sus tontos seguidores.

Unas campanitas de Navidad suenan afuera. Es diciembre, pero no nieva. Aquí nunca nieva, pero siempre hay trineos y chocolate caliente. Cosa curiosa.

El tipo de mi costado me acaba de pedir un lapicero pero para su desdicha no traigo ninguno. Qué mal periodista soy, pienso, periodista sin lapicero. Se ha levantado y ha ido a la barra en busca de uno. En ese preciso momento, Louis Armstrong ha tomado la posta dejada por Frank Sinatra y ha empezado a inyectarle un poco de optimismo a la cosa: What Wonderful World. ¡Qué maravilloso mundo! Pero yo, que soy un espía, apelo a mi curiosidad y me levanto a ver qué diablos hace ese tipo en su computadora y de paso verle la cara al otro que no deja de darme la espalda. Camino con sigilo, haciéndome el loco, y veo de reojo en su ordenador una página escrita en portugués y unas figuritas surrealistas. No entiendo nada. Él viene, me ve y se sienta. Me mira raro. Volteo hacia los enamorados, o tal vez futuros enamorados, o tal vez futuros divorciados, y el tipo trae una cara de aburrimiento tremenda. Parece que la doña no lo convence. Ella ríe, siempre en su afán de tocarle el corazón, o eso creo, pero él le echa sonrisitas de medio lado qué más parecen de compromiso.

Me siento. La gente entra y sale y entonces me doy cuenta de que soy uno de los pocos que está solo. ¿Qué hago aquí?, vuelvo a preguntarme, y no hallo la respuesta correcta. Pienso en qué me gusta de Starbucks y a mi mente viene la maquinita de aire caliente del baño, donde me encanta secarme las manos (que a menudo andan más sudorosas de lo normal).

Sin darme cuenta, el café se ha llenado y las chicas del mandilito verde tienen más trabajo del acostumbrado. Los letreros de neón, afuera, ya contrastan con la noche. Bembos, Pizza Hut, Platanitos y otros más brillan y atraen clientes. La gente se pierde en esta selva de concreto, algunos con bolsas llenas, otros sólo con sueños e ilusiones. Pero yo, que no llevo nada y que estoy más solo que nunca, sólo me pregunto una y otra vez: ¿Qué diablos hago aquí?

jueves, diciembre 03, 2009

Retrato de la miseria

Una vez, de paseo con su novia en una playa del norte peruano, Pedro detuvo el coche frente del malecón, construido de cara al mar sobre un barranco de arena muerta donde se había acumulado la basura. El muelle de pino construido por alemanes hacía un siglo, continuaba siendo la herramienta de trabajo más importante del pequeño pueblo de pescadores. Unas ocho fábricas de harina de pescado echaban humo donde acababan las casas y una bandada de pardelas volaba a la distancia. El sol del mediodía lucía tímido. Tal vez era otoño.
De pronto, de entre la basura, apareció un viejecillo que daba pasos a duras penas sobre los papeles y las botellas asoleadas y sin color. Pedro y su novia, que escuchaban el silbido de las olas y hasta podían sentir el olor del pescado que las aves capturaban dando impresionantes clavados en el mar, lo vieron. En realidad, no se sabe quien vio primero a quien. Si el viejo a ellos, o viceversa.
El hombre era más triste que una lágrima. Era la personificación del sufrimiento, del olvido y de la miseria. El solo verlo causaba pena. Tal vez era su rostro curtido por el sol o el desconsuelo que irradiaba su mirada. Tal vez era su traje de pordiosero adornado por un costal de yute lleno de nada. O, tal vez, ese caminar parsimonioso que iba quitándole con cada huella parte de la vida en extinción que resistía a esfumarse de una vez por todas.
Alba y Pedro se miraron contrariados, llenos de abatimiento. No sabían si lo que veían era un alma que aún no comprendía que no tenía cuerpo, o un cuerpo que deambulaba perdido en busca de su alma. En medio de esa duda, el viejito fijó su mirada en ellos y pronunció una frase ininteligible que el viento se llevó en dirección a la humareda pestilente de las fábricas.
-¿Cómo dice?, le preguntó Pedro desde el malecón, sin quitarle la mirada.
-¿Puedo recoger estas botellas?, preguntó el viejo, pensando tal vez que Pedro y Alba eran los dueños de la casa de enfrente y que incluso su basura era propiedad privada.
En realidad, para el viejo, esa basura era valiosa. Cada kilo de plástico equivalía a un pan. A más botellas reunidas, más panes podría canjear.
-¡Pero claro! Llévese lo que usted quiera. ¡Todo es suyo!, respondió Pedro. Sin embargo, el viejo seguía masticando palabras que luego expresaron un pedido bastante claro: Dinero.
Pedro y Alba se vieron y esa mirada fue un sí, claro. Entonces, Pedro sacó unas monedas y las lanzó con cuidado y precisión a las manos del viejo. Allí va una, tenga otra. El viejo cogía cada moneda y la acercaba a su corazón, como dándole gracias a Dios. El viejito hizo una reverencia y miró a su costado, donde había una piedra que de inmediato se convirtió en su asiento. Allí, bajo el triste sol de julio y las amargas nubosidades, el hombre se encogió en su piedra y se llevó las manos a la cara. Empezó a llorar.
Desde lo alto, Pedro y Alba, al ser testigos de esa escena, sintieron que sus corazones se partían como jarrones arrojados al suelo por un niño travieso. Se vieron conmovidos, lo volvieron a ver y él continuaba llorando. Y no solo era lástima por el dolor del viejo. Era una mezcla de indignación con furia por lo que el ser humano hace consigo mismo. Aquel hombre representaba a todos los hombres que lloran, a los marginados, a los niños que mueren de hambre, a las mujeres infibuladas en África que mueren de septicemia, a los campesinos de los Andes que son carcomidos por la uta.
Pedro intentaba consolar a Alba y secaba sus lágrimas. Se anudó la garganta y fingió una sonrisa para apagar el dolor de su amada. Luego, recordó que tenía más monedas en la cajuela del automóvil y no dudó en llamar de nuevo al viejo y lanzárselas. El viejo hizo una nueva reverencia y enrumbó hacia la playa. Luego de llorar abrazados en el malecón, ambos vieron a la distancia cómo el viejo se iba convirtiendo en un alma que caminaba sobre la arena mojada, entre sus lágrimas, las aves que buscaban alimento y algunas bolsas de plástico que volaban hacia el mar...