martes, abril 06, 2010

Sesenta y seis días en España


Los últimos alientos del sol agonizaban en la distancia y el cielo parecía arder en llamas. El ferrocarril rugía y chillaba mientras surcaba las montañas del centro español que aún conservaban vestigios de antiguas nevadas. Eran las nueve y catorce pero la noche aún no quería ser noche. Una estrella confundida ya se asomaba en lo alto, pero era opacada por el resplandor amarillo de las farolas artificiales.

Un árbol solitario aparece en medio de la nada y un caballo corre en una colina. Los destellos de la noche que no es noche y los elementos que van quedando atrás, uno tras otro por el movimiento del tren, convierten mi ventana en una pintura al óleo.

Ávila también ha quedado atrás. El gusano de metal se pierde en un túnel y los pasajeros quedamos en tinieblas. Alba siente miedo porque es claustrofóbica. La intento tranquilizar. Cobra valor, respira, se controla. El tren vuelve a la luz, al mundo real, al camino, y yo pienso: ¿qué he aprendido de España en estas semanas?

Hoy cumplo sesenta y seis días viviendo en Madrid. Aquí asisto a clases de periodismo, historia, lenguaje y actualidad, que complemento con prácticas en la agencia de noticias Servimedia, que en realidad es pequeña en comparación con las demás de por acá. Aclaro eso porque, aunque Servimedia es “pequeña”, en ella trabajan cien periodistas (en el diario La Industria de Trujillo no pasamos de 30). Pero, aun así, es pequeña.

Todo marcha bien, sí. España es un país precioso, con pueblos medievales sacados de un cuento, con paisajes extraordinarios, con playas limpias y azules y con un verdor en el norte ante el cual sólo puedes sonreír de felicidad. En otras palabras, España es un país ideal para hacer turismo. Sí, para hacer turismo, porque no lo es para vivir. O eso pienso. Yo, al menos, no quisiera criar a los hijos que algún día tendré en un lugar donde los viejos no le pueden mirar a los ojos a los jóvenes porque les tienen miedo (o repulsión), donde muchas personas ya no conocen el significado de la palabra respeto y donde las frivolidades de la moda y los egoísmos propios de este sistema –considerado el menos malo– mantienen a la gente con el cerebro adormilado.

Sé que hay que relativizar las cosas y generalizar lo menos posible, pero también sé que una manzana podrida pudre todo el cesto. Y, aunque España aún no está podrida, hay algo que ya huele muy mal en estas tierras.

Dicen que a veces no hay nada más frustrante que cumplir un sueño y yo creo que esa frase tiene mucho de cierto. Cuando anhelas algo, cuando deseas algo o, más simple, cuando sueñas con algo, te sientes preso de la impaciencia, estás inquieto o simplemente buscas ideas para concretizar ese sueño. Pero, después de un tiempo, y si por fortuna o por esfuerzo alcanzas ese sueño, te encuentras ante el final de un camino que apareció, tal vez, de forma repentina. Cruzas la meta y entonces dices: ¿y ahora, qué hago?

El tiempo va transcurriendo y de forma paulatina vas acostumbrándote a esa nueva realidad. Todo se va sintiendo más “normal”, más común, más cercano, o en ocasiones menos especial de lo que imaginabas, de lo que soñabas. Esa sensación es la que ahora me invade en Madrid, sesenta y seis después de haber llegado. Yo soñaba con España, porque de aquí es mi novia. Yo quería vivir aquí para estar con ella y también porque consideraba que España era un lugar mejor. ¿Qué me ocurre, entonces, sesenta y seis días después de haber llegado? ¿Será la rutina?, ¿será la costumbre? ¿Será que ya es tiempo de plantear nuevos proyectos y volar con Alba hacia otros destinos? Eso ya lo determinaremos juntos, pero para ser franco, me he desencantado de lo que es España, un país “desarrollado” porque aquí la gente tiene luz, agua potable y desagüe. Tiene trenes y autopistas, tiene edificios altos y una recién estrenada televisión digital de alta definición. Pero… ¿eso es desarrollo?

Yo me pregunto, ¿qué ocurre con el corazón?

¿Qué ocurre con el desarrollo intelectual?

¿Qué ocurre con la felicidad?

¿Qué ocurre con la educación y los valores?

¿Los peruanos, que somos “subdesarrollados”, aspiramos a convertirnos en un país como España?

¿Esto es el desarrollo?

El consumismo, la frialdad y las prácticas acomodaticias caracterizan a esta sociedad. Hay una frasecita que se dicen los españoles al despedirse, cual consejo de abuelita: “y no trabajes mucho, eh…”. ¿Acaso eso puede resumir el pensamiento de la sociedad española? Sí, debo relativizar, ya lo sé.

El tren se detiene en Herradón de la Cañada. Suena un pitido y las puertas soplan y se abren. Gente baja y gente sube. El mismo pitido suena quince veces en dos segundos y las puertas vuelven a soplar y se cierran. El tren roza con los rieles, se impulsa y cobra vuelo. En este vagón no hay más de diez personas. Algunas leen, la mayoría duerme. Un gordito blanquiñoso come una manzana. Nadie habla.

¿Cómo son los españoles? Aunque como en todo lugar existe gente de todo tipo, hay patrones que diferencian a las naciones, que les dan un toque particular y que las convierten en únicas. ¿Cómo son los españoles? Pregunta difícil la que me planteo. Es que, antes lo tenía más claro. De niño pensaba que todos, o eran curas o eran toreros. Al crecer me imaginaba a España como un país poderoso, con gente profesional, culta y muy dedicada a sus labores. Y ahora, que estoy aquí, he vuelto a cero. No puedo decir nada, más que anotar comportamientos y costumbres que tal vez se aproximan a responder la pregunta planteada.

¿Cómo son los españoles? Pues, veamos. Comportamientos. Aquí las personas fuman como chinos, hombres o mujeres, da igual. Los españoles hablan rápido, fuerte, ceceando, con brusquedad o sin delicadeza, como quieran. A menudo no se estrechan la mano sino sólo dicen hola. Pero eso lo complementan con el beso doble que se les da a las mujeres. Uno en cada cachete. Tampoco dicen salud cuando alguien estornuda sino, sólo a veces, Jesús. Sí, así, achís, Jesús. Los españoles toman café como agua (con leche) y cuando algo les sorprende dicen una muletilla muy extraña: ¡Qué way! Se quejan de lo mismo: de los políticos de mierda, de "la situación" y de la televisión basura. Ah, además, se quedan calvos muy pronto y las mujeres se comen las uñas (es rara una española con las uñas largas).

La gente lee mucho en el metro y en los autobuses, pero como dice mi profesor Carlos Plá Barniol, la mayoría sólo lee tonterías. Eso lo he confirmado. Si no están leyendo el Marca (el diario deportivo más vendido de España), están leyendo a Corín Tellado, ‘Crepúsculo’ o las aventuras de Sherlock Holmes. Pero, a fin de cuentas, leen. “El problema es que en España ya no hay círculos de estudio que ejerzan presión política, como sí lo hay en Francia, por ejemplo. Aquí se lee los libritos de moda”, dice mi profesor.

¿Qué más? Sí, la conducción. Aquí los españoles conducen muy bien, respetan los límites de velocidad y el peatón tiene la preferencia pero, aun así, los accidentes de tránsito son constantes y hay tantas muertes como en el Perú. Sólo en Semana Santa murieron en las carreteras cuarenta y cuatro personas. Cosa rara, pero algo digno de resaltar es que las ciudades están ordenadas y no se escuchan los cláxones ensordecedores y los motores viejos que humean como trenes de sierra.

Los españoles aman más que a los toros, al fútbol. Es su pasión. Dicen vale, coño y mierda, en ese orden de frecuencia. Un joven puede decir mierda en la cara de un viejo y nadie le dice nada. Cada uno a su bola, cada uno en su mundo. Nadie habla. Nadie se mete.

Los españoles son buena gente, sí, sólo que no revelan un interés por conocer más allá del horizonte. Es contradictorio, porque viajan mucho, pero sólo dentro de Europa. De los que conozco (descontando a la familia de mi novia), sólo uno conoce Perú. Para los demás, el Perú es un lugar tan exótico como Vietnam, muy pobre, y que sólo existe gracias a Machu Picchu. Después, no saben nada. Alguien dice Cuzco, alguien dice Lima, pero nada más. En cambio, yo creo que los peruanos sabemos mucho más de España y del mundo que ellos. Como que nos interesa aprender, ¿no?

Por estos motivos, Charo, la madre de mi novia y sobre todo mi amiga, dice que “hay que huir de España”. Ella ya se ha cansado de su propio país, de los irrespetos, de los abusos, de la ceguera, de que los jóvenes sólo aspiren a querer “un piso, un coche, una novia y comer paella los fines de semana en la casa de sus suegros”. Ella quiere escapar, esconderse en un terrenito muy verde, con un río, lejos de la modernidad y sobre todo de los cotos de caza que aquí abundan. Charo quiere volar a nuevos destinos y estoy seguro que eso es lo que todos deberíamos plantearnos cada día. Si sólo ponemos piloto automático y nos dejamos llevar por las leyes de la física, o empujar por la manada, entonces nos habremos convertido en robots con código de barras. Yo, como Charo, creo que hay que ser humanos, al menos un poquito.

Entonces, no entiendo cómo es que los inmigrantes se quieren mimetizar con los españoles. Muchos sudamericanos y africanos, ni bien llegan a esta tierra, se paran los pelos, se compran lentes de sol, se incrustan un arete en la nariz y escuchan música mediante un Ipod. Costumbres muy de acá, que en un extranjero se ven ridículas. Huachafas. Sí, no puedo generalizar, ya lo sé. ¡¿Entonces qué?!

¿Son apariencias?, ¿son impresiones?, sí, ¿pero qué se puede pensar cuando se ve a un niñato de catorce años gritando en el metro ¡puta mierda!, ¡puta mierda! ante su grupete, estando a su costado una señora de unos cincuenta años intentando leer una revista? Eso me ocurrió el otro día. Era un sábado, ya tarde, y regresaba a casa con Alba luego de haber visto una obra teatral en una pequeña sala del barrio de Antón Martín. Íbamos tranquilos, ella sentada y yo parado a su costado. La vieja iba de pie, leyendo, y a pocos metros había un grupo de muchachos españoles que contaban algunas de sus anécdotas sexuales a voz en cuello. Ella leía su revista y de vez en cuando les miraba de reojo, con desconfianza, aunque poco impresionada, como acostumbrada a ese tipo de exabruptos. Aun así yo imaginé que ella pensaba: “en mis tiempos eso no se veía”. ¡Puta mierda!, ¡puta mierda!, gritó uno de ellos.

Tal vez son sólo prejuicios míos. Un amigo gallego me dijo el otro día que los viejos siempre dirán que los jóvenes de ahora no son nada y que en sus años mozos todo estuvo mejor. Y para ser franco, le creí. Claro, dije, es que esa frase que dicta: “todo tiempo pasado fue mejor”, seguro la acuñó un viejo. Sí, dije, esto de condenar a los jóvenes por su comportamiento es una exageración. El gallego me dio esperanzas. Hablamos en el edificio donde funciona la agencia de noticias que nos aloja y sus palabras fueron una luz que luchaba contra las constantes quejas que me invento y que escucho. Todo fue bien hasta que me metí en ese metro y volví a la realidad. El gallego me había mentido.

Pero no todo está perdido. El otro día iba en un autobús de Santander a Valladolid junto con Alba y recordé una frase que leí en “Matar un Ruiseñor”, de Harper Lee: “Uno es valiente cuando, sabiendo que ha perdido y antes de empezar, empieza a pesar de todo y sigue hasta el final pase lo que pase. Uno vence raras veces, pero alguna vez vence”.

Seamos valientes. Además, no nos queda otra alternativa.

El tren ha llegado. Las puertas soplan. Madrid me sigue esperando. ¿Qué ocurrirá esta semana?