lunes, julio 27, 2009

El misterioso bosque Cachil

A sólo cuatro horas de Trujillo, en la provincia de Gran Chimú, la naturaleza nos ofrece un apacible y sorprendente atractivo. Llegar es duro, pero vale la pena.

CASCAS, GRAN CHIMÚ. Las hojas secas crujen y se rompen con cada paso, mientras que los robles añejos lucen aprisionados entre hierbas y moho. Las lianas y las raíces nos observan desconfiadas durante nuestro internamiento en el bosque y dan movimientos sutiles ayudadas por el viento. Un puentecito con no más de diez tablones desiguales y sin baranda nos acaba de introducir en un lugar donde la humedad del terreno y la tenue iluminación que se cuela entre las ramas –sumadas al canto profundo de las aves y al chirrido enloquecido de los insectos– te permiten expulsar a los demonios de la ciudad y cargarte de una paz, ¿por qué no?, divina.

El bosque Cachil se ubica a una hora y media de Cascas, entre los 2.400 y los 2.600 metros sobre el nivel del mar, en la provincia andina de Gran Chimú. Situado entre montañas y favorecido por un clima tropical, es un trocito de selva amazónica perdido entre los Andes. La flora tupida, que incluye orquídeas, y la fauna diversa, son las muestras más claras de ello.



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El ómnibus que nos lleva de Cascas hacia el desvío del bosque Cachil literalmente baila y se bambolea al ritmo de una tecnocumbia. Su destino final será la ciudad de Contumazá, en la región Cajamarca, pero nosotros descenderemos una hora antes, cerca del camino que lleva al caserío de Chapolán. Enormes eucaliptos se pierden entre el verdor tupido que circunda el camino de tierra, la vid prevalece y algunos riachuelos brillan con el sol dominical. El conductor toca el claxon antes de ingresar a las curvas y por momentos el vehículo parece ser un ferrocarril de los años 50.

Los olores son los propios de la sierra profunda y los demás viajeros, blancos como los cajamarquinos, sonríen. Todos se conocen. El cielo es como un mantel de azul perfecto con pinceladas de blanco. Un Caballo viejo dice que el pasito está apurao y sigue una cumbia: mira que parecen dos luceros, esos tus ojitos hechiceros. Alba, mi novia, dice que los alrededores tienen el mismo verdor de Asturias, en España, el país del cual proviene. Yo me pierdo en el resplandor de su mirada serena y cuando quiero volver a escribir en mi libreta, el traqueteo del bus me lo impide. “¿Bajan en Cachil?”, pregunta el ayudante del chofer.

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El bosque Cachil tiene 100 hectáreas y se encuentra ubicado dentro de un inmenso fundo de la familia Corcuera, la del ilustre poeta Marco Antonio. El bus arranca y levanta una polvareda y ahora somos tres los que caminamos hacia la entrada del bosque.

‘El Carretero’, le llaman. Es un joven de rasgos andinos que vive en Chapolán y carga un costal con algo que parece ser pan. Dice tener una bodeguita y que en su pueblo todos son familia y buena gente. “Sigan el camino y cuando lleguen a la tranca llamen a Sixto, él anda por allí”, nos recomienda y luego desciende por una ladera hacia Chapolán, que se ve en la profundidad de la montaña.

En Cascas, el poblador Humberto Guarniz, a quien contactamos gracias a la recomendación de nuestro amigo casquino residente en Trujillo Armando Plascencia León, nos dijo cómo llegar al bosque y nos sugirió llamar a gritos desde el camino a Sixto, su peón (Guarniz es propietario de un fundo colindante). Seguimos dando pasos y algunas flores amarillas y violetas, las últimas sobrevivientes del verano, nos acogen entre la maraña del verdor y el cantar de las avecillas. ¡Sixto!, ¡Sixto!, grita Alba y el sonido reverbera entre las montañas. A la distancia se observa el cerro ‘Las Anuas’, en cuyas faldas está el bosque. Cuatro panales de abejas cubiertos con cajas de madera y una colina desde donde se observa una imagen panorámica del lugar nos acompañan en nuestra espera. De pronto, se oye una respuesta ininteligible del que, suponemos, es Sixto.

Como la espera desespera y Sixto no llega, seguimos caminando y cruzamos la tranca. Mensaje para los senderistas: “Por fabor respeten el bosque, no arrojar vasura, grasias” [sic]. Descendemos y ascendemos. Vamos sin rumbo hasta donde el camino se divide en dos. El río suena a la derecha pero optamos por la izquierda. Maleza, árboles flacos, piedras, insectos y una pequeña cueva. Llegamos a un punto donde comprendemos que estamos perdidos y regresamos hasta la división del camino. Cansados por la incertidumbre, nos tumbamos en el pasto para comer pescado enlatado y algunas galletas de soda.

De pronto, la voz de Sixto suena cercana como un salvavidas y le respondemos. Es un lugareño de sombrero blanco, polo azul y rostro de experto en la cosmovisión andina. Le damos una bolsa con hojas de coca, algunos caramelos de limón y galletas de soda. “¿Quieren ir hasta la catarata?”, pregunta con desconfianza pero amabilidad. Accedemos.

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En el bosque Cachil, ubicado en las laderas del río Cachil, existen viejos olivos y macizos robles y naranjos. Algunos viajeros llegan y acampan; hacen fogatas y tocan guitarras, pero hoy estamos solos. “¡¿No les da miedo el bosque?!”, pregunta Sixto para romper el hielo.

–¿Miedo a qué?, le increpo.

–A los leones, bromea.

Seguimos cuesta arriba.

El embrujo se manifiesta entre las sombras y el movimiento sutil de las hojas. Las ramas apretadas de los árboles evitan el ingreso de los rayos solares y la humedad se combina con el misterio y la oscuridad. La alforja roja que carga Sixto en su hombro derecho tiene un hueco por donde se quiere escapar una linterna plateada y algunas de sus codiciadas hojas de coca. Él camina rápido y nosotros lo seguimos con el corazón en la garganta. Claro, venimos de la ciudad.

Alba sufre un mareo y su corazón quiere escapársele del pecho. Nos detenemos. Sixto voltea y nos mira con burla. El agua corre por nuestros zapatos que ya están empapados, pero tenemos que llegar a la dichosa catarata. Sorteando árboles, una valla de púas metálicas y apartando ramas, llegamos a nuestro destino. El sonido del agua calma nuestra agitación. Es sólo una pequeña y oscura cascada que logra refrescar nuestras almas. Más troncos y más piedras. Comemos unas limas y Sixto tose como un perro. Saca una bolsa plástica negra y arranca hojas. “Acá la medicina está botada”, dice con ironía.

El eucalipto, chancapiedra, maraitulma, matico, pie de perro, hierba del oso y chanacós, con todas sus propiedades curativas, van llenando la bolsa durante el retorno. Sixto demuestra una sabiduría ancestral al momento de escoger las hojas buenas de las inservibles. Es un tipo frío e introvertido que en su hablar evidencia que ha vivido mucho tiempo solo.

Apresurados llegamos a la misma curva donde nos recogerá el bus que vuelve de Contumazá, con la satisfacción de haber logrado nuestro objetivo. Con el sol quemando en mi espalda y mi sombra reflejada en la libreta, algunos moscos zumbando entre mis orejas y una tranquilidad que por momentos parece abstraerme de este Perú bullanguero, por fin puedo descansar a un costado de la carretera.

Sixto vuelve a toser y un perro le responde desde lejos. Ambos están resfriados. Esta noche, por el frío que ahora azota a la sierra, nuestro guía dormirá en Cascas. El bus serpentea entre las montañas. El río suena como el mar. El bosque quedó atrás.