viernes, noviembre 04, 2011


Una pobre vagabunda
La noche la sorprendió sin comida en un invierno para el olvido. La crisis estaba de moda por aquellos días en la prensa y en los comentarios de los cafés, pero ella, que siempre anduvo en crisis, no sabía diferenciar a ciencia cierta cuándo habían empezado los problemas. Aquella tarde se la había pasado durmiendo, más que por agotamiento, para engañarle al hambre que engendraba en su interior. Bien sabía ella, pues su madre se lo había dicho: cuando el alimento escasea y el hambre acecha, lo mejor es echarse a dormir.
Deambuló por las calles húmedas de Madrid, saltando entre los charcos de agua y las grietas de las calzadas con unas ganas locas de probar algún bocado. Estaba muriéndose y era precisamente el hambre voraz que rugía en sus tripas lo que la hacía estar convencida de que aún estaba viva. En su camino hacia la nada se cruzó con muchas como ella, que también vagaban solitarias y desconfiadas en aquella tierra extraña y sin esperanzas. Cuando pasaba algún taxi ella le hacía señas al conductor para detenerlo y pedirle ayuda, pero su aspecto indecoroso, triste y mugriento hacía que los chóferes, bastante brutos por cierto, pisaran a fondo el acelerador y le salpicaran el agua encharcada en las canaletas. ¡Malditos, hijos de puta!, les gritaba en su idioma extranjero, pero ellos sólo reían y escapaban a toda marcha.
En la calle Montera vio cómo las prostitutas se ganaban la vida, pero se decepcionó aun más pues ella tenía muy en claro sus limitaciones físicas. Escapó de allí a toda prisa y llegó a la Plaza de Sol, donde el reloj de la Casa Consistorial anunciaba casi la medianoche y el Tío Pepe, sumido en las tinieblas y la soledad, lucía una sonrisa triste ante las escasas personas que, como ella, callejeaban a pesar del frío y del viento que soplaba como el aliento de la muerte.
Corrió entre los comercios cerrados y las casas trancadas hasta un barrio que le parecía conocido. El letrero de la estación del metro decía ‘Marqués de Vadillo’, pero aunque esas figuras no le sonaban a nada (ella sólo veía figuras porque no sabía leer), tuvo la impresión de que sus huellas ya las había dejado mucho antes por allí. Caminó hasta la glorieta y se tiró panza arriba en el césped de la rotonda. Estaba húmedo. Nunca se había sentido tan sola como aquella noche y por un momento pensó que iba a morir pronto. Alguien me atrapará y me matará, se dijo a sí misma, no convencida por completo pero sí muy asustada.
Una vieja que cubría su existencia encorvada con un abrigo y sandalias de lana echó una bolsa de basura en el contenedor anaranjado de una esquina y, por un momento, ella pensó en volver a hurgar entre los desperdicios como siempre lo había hecho. Siempre, hasta un día en que el camión recolector la sorprendió mordisqueando una barra fría de pan dentro de uno de esos depósitos. Escapó de suerte antes de que la echaran a la compactadora y quedó tan asustada que se prometió a sí misma nunca más volver a hurgar entre la basura.
Ella vivía en la calle. Dormía entre cartones y bebía agua de la lluvia. Rara vez se lavaba. Apestaba. Cuando alguien dejaba algo de comida en la banca de algún parque, ella se encargaba de limpiarla. Le gustaban las frutas y el pan, sobre todo las más dulces. Una vez, que ella recordaba como el día más feliz de su vida, aprovechó una puerta entreabierta para escabullirse en el almacén de un Eroski. Que hizo fiesta, es poco. ¡Se comió todo lo que pudo! Se escondió entre un andamio y vio al vigilante apagar las luces y luego cerrar el centro comercial hasta el día siguiente. Fue la noche de su gloria. O iba a serlo, ya que un sensor y una alarma la delataron y el sonido despertó al vecindario, encendió una bombilla roja en la estación de la policía y atrajo a unos guardias que por poco la mataron a patadas. Escapó adolorida, pero con la barriga llena.
El hambre ya era insoportable. La quietud del viento anunciaba una nevada. La luz de algunos televisores se perdía entre persianas mal cerradas, y su resplandor iluminaba las hojas de los árboles tontos que bailaban sin ritmo. Debía cobijarse. Debía salvarse. Un letrero apagado con la foto de una hamburguesa de queso y jamón la atrajo, y su imagen reflejada en la mica le volvió a hacer pensar en la muerte: Qué fea y flaca me he puesto.
Fue entonces cuando miró hacia donde nunca debió haber mirado. Otra puerta entreabierta la llevó hasta una casa de dos plantas, de pisos de madera y alfombra. La calefacción estaba encendida y el olor a incienso que expelían unas varillas era agradable y adormecedor. Escuchaba ruidos en el piso superior, pero el instinto de supervivencia pudo con ella y la condujo sin hacer el más mínimo ruido hasta la cocina. El olor del incienso cambió por el de una cena reciente, cuyo rastro incluso mantenía algunas fuentes de comida picoteada sobre la mesa. No lo pensó dos veces y se abalanzó a los alimentos. Había de todo. Carnes, verduras, frutas, queso manchego del mejor, jamón de bellota, frutos secos, pan y vino. Comía y comía como una bestia, masticaba rápido y miraba a sus costados con temor. Con sigilo, con avidez. Con los ojos saltones y la comida escurriéndosele por la cara. Se atragantó, tosió y siguió. No paraba de comer y comer y mirar y mirar y degustar, y sentir que por fin llenaba su alma y respiraba en paz. Los pelos se le pusieron de punta, pero de felicidad, de satisfacción. Echó una lágrima con un último bocado y entonces cometió la ligereza de sentir sueño y querer más de lo posible. Dormiré en la habitación de esta casa, como si fuera de esta familia, se dijo. Subió las escaleras, una a una, sin hacer ruido, con las manos puestas en el piso como si estuviera trepando en una colina. Los ronquidos de alguien mayor la hicieron escoger la habitación del frente, donde dormía un niño de unos cinco años. Empujó la puerta y ésta crujió pero muy poco, y entonces entró. Las cortinas eran azul casi negro y había muchos juguetes y peluches puestos todos en su lugar. Olía a niño. A travesuras. Quiso más, y ésa fue su perdición.
Junto a la cama del niño había una silla inflable de plástico en forma de balón de fútbol. Se veía cómoda. Nunca había visto algo igual. Caminó lentamente hasta él y lo vio que dormía con tanta paz y ternura y no pudo más. La comida la había adormilado. Habían sido muchas emociones juntas, así que se tumbó en la silla con tanta fuerza que ésta expulsó un bufido tan fuerte que no sólo despertó al pequeño, sino que lo hizo dar un brinco y gritar ¡¡mamá!! para luego salir disparado. ¡Mamá, hay una rata en mi habitación! Gritó el niño y lloró y la abrazó. Descubierta ella, y atrapada porque el niño cerró la puerta al salir, corrió de un lado a otro. Su sombra se proyectaba en las paredes como si fuera un monstruo, de la misma forma en que se proyecta la imagen de un zancudo cuando se cruza ante una bombilla. Su corazón ya no podía latir más fuerte y más rápido, incluso sintió que sudaba y que sus patas no le respondían. Se metió detrás de la cómoda, entre unos papeles empolvados. Escuchó abrirse la puerta. Cerró los ojos. Recordó a su familia perdida corriendo de noche en los campos de verano, robando comida y dibujando una sonrisa entre los bigotes. Abrió los ojos y vio un peluche pequeño debajo de la cama. Era una rana. Fue la última imagen que se grabó en sus retinas. De pronto los dolores se apagaron, la luz se había encendido, el olor a incienso otra vez y la calle. Ya no estaba fría. Tampoco tenía hambre. Su cuerpo ya no le respondía pero eso ya no le importaba porque por fin estaba en paz, libre de sufrimientos. ¿Es esto el paraíso?, pensó. Fue entonces cuando la madre del niño abrió la tapa del contenedor anaranjado de aquella esquina y luego se fue asqueada y murmurando... ¡Nunca más entrarás en mi casa, rata inmunda!