martes, febrero 19, 2008

¿Por qué nos temen los argentinos?

CASO UNO, EL GENERAL DESNUDO
Un gendarme argentino revisaba las pertenencias de una vieja boliviana de polleras detrás de un pupitre de madera carcomida por las polillas. Junto a éste, otro uniformado interrogaba a Laura, mi compañera de viajes. Atrás había quedado el pueblo fronterizo de La Quiaca, en el norte del país gaucho y nos dirigíamos hacia la ciudad de Salta. El bus permanecía estacionado en las afueras del control aduanero y dos filas de viajeros, divididas por sexo, esperaban su turno ante los ‘guardianes’ de esta patria sureña. Desde mi posición no alcanzaba a escuchar lo que el militar le preguntaba a mi compañera de viajes, pero ella pasó sin problemas la revisión minuciosa de su equipaje. “El siguiente”, dijo el militar que ya había terminado con la anciana del Altiplano y yo di algunos pasos hacia él. Confieso que este tipo de controles en las fronteras siempre me han parecido denigrantes. Además, usualmente los tipos que los efectúan, son unos energúmenos que se creen investidos por el poder superior de su uniforme. Esta vez, no fue la excepción.
Considerando mi prejuiciado malestar, lancé mi enorme mochila de viajero en la enclenque mesa del gaucho, como una sana expresión de rebeldía. “¿Y éste?”, dijo el gendarme en voz baja. “Es peruano”, le comentó el otro, justo el que había interrogado a Laura.
–¿Hacía dónde vas?, me preguntó.
–A Río, respondí, obviamente refiriéndome a la ex capital brasileña, mi destino final. Argentina, en realidad, era sólo un lugar de paso obligado para llegar a las playas cariocas.
–¿A cuál río... al de acá atrás o al que está más adelante?, ironizó el gendarme. Qué bruto es éste, pensé yo. Para ser sincero, por primera vez visito Argentina y no imaginaba que en la propia puerta de este país iba a ser testigo y parte de esa antipatía injustificada, irracional y propia de sujetos de mente reducida contra los peruanos.
El militar sonreía con su compañero. ¡Qué osado! Mientras tanto yo pensaba en las palabras del (precisamente argentino) Facundo Cabral: “habría que acabar con los uniformes que le dan autoridad a cualquiera; ¿qué es un general desnudo?”. Me reía para adentro.
–A Rio de Janeiro.
Los ojos del gendarme no transmitían autoridad. Por el contrario, irradiaban miedo. Al menos eso sentí yo. Claro, es un peruano. Seguro se quedará de ilegal, seguro forma parte de una banda de narcotraficantes, seguro que es una plaga, seguro, seguro, seguro... Yo, me reía para adentro.
Debemos confesar que en las afueras los incultos nos prejuzgan. Y ese gendarme (que tal vez algún día será general), llevaba en su mente bien grabadas las instrucciones de revisar muy bien a los peruanos y si es posible, atraparlos antes de que cometan alguna fechoría. ¿Acaso este tipo no sabe que esta tierra fue parte del Virreinato del Perú hasta 1776?, pensaba yo. ¿Acaso no sabe que vengo de un país grandioso culturalmente? Pero bueno, ¿qué es un general desnudo?
En realidad el militar, al ver mis documentos (confieso que presenté mi carné de periodista), ni siquiera abrió mi mochila. Me miró con desconfianza y movió las manos hacia el bus. “Vaya, nomás”, me dijo. Yo, por primera vez, me reí para afuera. Debo confesar que me burlé.

EN LA CASA DE CAMBIOS
Salta es una ciudad pujante, hermosa y en incesante desarrollo, ubicada a poco más de 1.110 metros de altitud en el norte argentino. Desde su teleférico se puede apreciar sus modernos barrios, su centro histórico cuidadosamente resguardado, sus urbanizaciones laterales y toda la vegetación de las afueras. Es un lugar pacífico, ordenado y moderno.
Eran las 11 de la mañana cuando me topé en una casa de cambios de dólares con otro argentino. Era un señor de barba, de mi estatura (1,71 m.), blanco y de traje. El negocio de intercambio monetario era de lujo, en plena plaza principal de Salta, pero los responsables de la atención demoraban demasiado.
El hombre, que esperaba en la fila delante de mí, me comentó algo sobre la demora y entablamos una breve conversación sobre el clima, la hermosura de Salta y las ansias que ambos sentíamos por pasear en el teleférico.
–Yo soy de Buenos Aires, ¿y tú?, me preguntó.
–Soy de Trujillo, del Perú, le respondí con todo el amor que puedo sentir por mi patria, por la tierra que me vio nacer, por el terruño de mis ancestros.
–Ahhh... ¡¡peruanoooo!!, dijo el barbudo bonaerense con la misma expresión del general desnudo. “Tengo muchos amigos en Cusco”, dijo. Y también fue lo último que dijo. Yo, nuevamente, sentí que ese señor me tenía miedo. Pero, ¿por qué algunos argentinos le temen a los peruanos? Es cierto que muchos compatriotas sólo han viajado al país gaucho a hacer problemas y por ello han motivado en los argentinos un rechazo y un temor por nosotros. Pero bueno, gente mala y gente buena hay en todos lados. Y, para ser francos, hay más peruanos buenos que malos en el mundo.

EN EL HOTEL
Por fin quedaron atrás el general desnudo y el barbón capitalino. Me he hospedado en un hostal de viajeros que más parece una casa de cartón y madera. Muy acogedor. La cocina está disponible para prepararnos lo que queramos en cualquier momento y todos, gringos, chinos, europeos, americanos y cholos –aunque no hablemos el mismo idioma– allí somos como hermanos.
Una tarde se me antojó un café y fui con Laura a la cocina. Además, queríamos guardar en la refrigeradora un helado que habíamos comprado para luego. Allí había una mujer con delantal preparando una sopa, con quien entablamos una amena conversación sobre la comida de este país, los lugares turísticos de Salta y otros temas.
–¿De dónde venís vosotros?, nos preguntó la mujer.
–Del norte de Perú, de Trujillo, respondió Laura y por tercera vez (¿ya no es casualidad di?) vi unos ojos que se abrían sorprendidos, temerosos, inseguros. Ohhhh no, ¡¡peruanos!! Acostumbrado ya a esto, le pregunté a la mujer el porqué de su asombro. La metí en un aprieto. Pues es que hay mucho peruano por aquí, dijo tratando de ser cortés. Yo le dije que, en vista de que muchos peruanos han migrado a Argentina para dedicarse a actividades poco lícitas, era comprensible su temor. Ella sonrió y asintió. Pero también le dije que no todos somos malos, que los peruanos vivimos en una tierra gloriosa, que en las afueras son víctimas de prejuicios, y que sólo cuando nos conocen se dan cuenta de que no somos unos monstruos. Allí está el Joseph, el músico irlandés amante del cebiche y de la marinera norteña que conocimos en Bolivia luego de que le hayan robado su trompeta y sus documentos. Se quedó sin dinero. Lo ayudamos a cruzar la frontera argentina y le invitamos el desayuno (luego siguió su viaje ‘tirando dedo’). Allí está el taxista boliviano que nos ayudó a encontrar un hotel en La Paz y que amaba al Perú, allí está...
Todos consideraban al Perú como una gran nación, como un país hermoso y con gente amigable. Y pues, esa es la misión de los peruanos que vamos al extranjero. Llevar en nuestras manos la representación de nuestra patria, difundirla, hacerla cada vez más grande. Es una tarea de hormigas, pero si cada uno de nosotros convencemos a sólo un extranjero de que el Perú es mejor de lo que piensan, con el tiempo nuestro país será mejor. Yo espero haber convencido a la mujer de la cocina. Aunque, por seguridad y para ser francos, mejor regreso ahora a la cocina a llevarme mi helado. ¿No le habrá puesto veneno..? Es broma.