miércoles, setiembre 01, 2010

Las sorpresas de un periodista viajero en un pueblo diferente
¡Trujillo es lindo!, ¿di?


TRUJILLO, ESPAÑA. Seis meses después de haber estudiado en el extranjero he vuelto a Trujillo y me he llevado más de una sorpresa. Conduje 350 kilómetros con mi novia de copiloto por una autopista tan moderna que me dejó perplejo. Era como las de las películas. ¿Tanto ha cambiado la Panamericana? Sí, seguro es la Autopista del Sol que prometió construir el Gobierno Peruano hace ya un año, me preguntaba y me respondía a la vez.

Iba conduciendo y los demás choferes eran muy educados, exceptuando algún motociclista endemoniado que me sobrepasaba a 150 ó 160 kilómetros por hora. ¿Qué raro? ¿Los conductores peruanos ahora respetan las reglas de tránsito? ¡Qué alegría sentí al regresar a mi tierra y encontrar tantos cambios positivos! Pero mi sorpresa recién empezaba, pues fue al ingresar a Trujillo cuando descubrí que todo había mejorado. Calles silenciosas y limpias, casonas totalmente restauradas y ni un solo taxista tocando el claxon como loco. ¡¿Dónde están las combis y los micros destartalados?! ¡Qué orden! ¿Qué pasó con el caos que siempre ha caracterizado a mi ciudad? ¿Acaso el ‘gran cambio’ ya es una realidad? ¡Increíble!, pensaba.

Estacionamos el automóvil frente del hotel. La temperatura llegaba a 35 grados centígrados, pero por suerte soplaba un viento fresco y revitalizante. Hasta el clima había cambiado. Ya lo advertía el travieso ‘currillo’ Luis Cabrera Vigo hace algunos años en sus clásicas notas premonitorias de La Industria: ‘Trujillo se tropicalizará por el efecto de las irrigaciones artificiales’. Emprendimos la caminata. Más callejuelas ordenadas y casas milenarias con ventanales de fierro forjado en perfecto estado. La cosa se iba poniendo sospechosa. ‘Hacia la Plaza Mayor’, advertía un cartel que seguimos, y precisamente cuando llegamos a la glorieta principal de la ciudad y no encontramos una manifestación del Sutep (con quema de llantas incluida), una jauría de Ticos enfurecidos, lustrabotas y vendedores ambulantes dije: Ah, no, nos hemos equivocado de pueblo.

Yo no creo en el desdoblamiento astral ni en que el hombre sólo utiliza el 10% de sus capacidades cerebrales. Aclaro esto porque hace algunos días César Clavijo Arraiza, jefe de Informaciones del diario La Industria y amigo mío, me escribió un correo electrónico donde me decía: “Me han dicho que te han visto caminando por Trujillo, ¿has vuelto al Perú?”. Yo le respondí con sorna que la única opción para que ello fuera cierto tendría que haber sido algún tipo de partición corporal o espiritual, ya que estoy viviendo en España desde hace medio año y tengo planes de quedarme algunos meses más. Sin embargo, lo que sí me sorprendió fue que yo precisamente había estado en Trujillo, pero en Trujillo de Extremadura, España.

Enclavada en la Comunidad Autonómica de Extremadura y en la Provincia de Cáceres, Trujillo, la tierra natal de Francisco Pizarro, es un pueblo español completamente distinto a nuestra caótica ciudad peruana. Allí sólo viven poco más de 9 mil 500 personas y prácticamente todo es peatonal y gira en torno de su espléndida Plaza Mayor.

Cuando llegamos eran poco más de la 1 de la tarde y el calor era tan potente que las casas y las calles ondulaban atrapadas en un vaho amodorrante. Dejamos el automóvil, alquilamos la habitación de un hotel tan confortable como caro, nos pegamos un baño de ésos que te hacen cantar bajo el agua helada y emprendimos la caminata para desentrañar los misterios de la tierra de Pizarro: el Trujillo de España, un pueblo que en Europa casi nadie conoce (es tan desconocido como el Trujillo de Perú) pero que esconde una belleza muy particular.



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Callejuelas con adoquines y casonas con ventanas de hierro forjado bastante similares a las de nuestro Trujillo peruano. Un arco de piedra y un par de cigüeñas volando fueron algunas de las imágenes que se cruzaron ante nuestra vista cuando caminábamos hacia la Plaza Mayor. Era sábado pero aun así casi nadie caminaba por las calles. Seguramente por el calor extremo. El ambiente era apacible y silencioso. Yo vestía una camiseta ploma que lleva la inscripción ‘Huanchaco-Trujillo-Perú’, acompañada de una fotografía de los caballitos de totora. Estaba feliz.

Por fin entramos en la plaza y lo más llamativo fue la iglesia principal, dedicada a San Martín, y la estatua de Pizarro. Muchos turistas almorzaban en las terrazas situadas en el perímetro y nosotros los imitamos. Pan, vino, tallarines y postre. Suficiente. Caminamos, vimos, sentimos y de pronto dijimos: ¿y ahora, qué? En un primer momento tuvimos la impresión de que el pueblo era la plaza, pero por suerte estábamos equivocados. No muy lejos de allí, subiendo hacia un castillo medieval, llegamos a la casa paterna de Pizarro, totalmente restaurada, donde se luce utensilios de época y muebles añejos, y se presenta una exposición sobre la conquista del Perú. ‘Mira, este panel está dedicado a Trujillo del Perú’, me dice Alba, y yo sonrío. Me gustó verlo. Aunque en uno de los carteles habían confundido a Manco Cápac con Manco Inca (error que le advertimos a la jefa del museo al salir), la muestra estuvo bastante bien. Sin embargo, para ser francos, la imagen que se muestra de Pizarro es más la de un valiente militar que alcanzó la nobleza tras la conquista de los Incas, que la de un pueblerino empobrecido e iletrado que tuvo que dedicarse a la crianza de cerdos. Detalles.

Desde el Castillo del Califato (el antiguo alcázar árabe donde ahora se venera a la Virgen María) la imagen panorámica nos mostró a un Trujillo de casas de piedra y techos de teja enclavado en un paraje semiárido y amarillento. Muchas cigüeñas tenían sus nidos en los techos de las iglesias y de los palacios, incluyendo el que construyó la familia de Francisco Pizarro en la plaza del pueblo después de que éste consiguiera el título de marqués, tras la conquista del Perú. El impresionante escudo de armas de la familia se puede ver en la fachada, grabado en la piedra, así como imágenes de Francisco Pizarro, de su esposa (la princesa inca Inés Huaylas, hija de Huayna Cápac), de su hija Francisca Pizarro Yupanqui y de su esposo Hernando Pizarro, entre otras efigies.

El calor seguía ardiendo, pero dentro de la iglesia, a la cual accedimos luego de pagar una ‘contribución’, el ambiente estaba algo más fresco. Subimos al coro y al mismo campanario y nuevamente Trujillo se abrió ante nuestra vista. Al salir del templo, el cuerpo nos empezó a picar y descubrimos unos bichos caminando por nuestros brazos y cuello. ¡¿Que es esto?! ‘Son los piojillos de las cigüeñas’, nos dijo una lugareña que nos vio limpiándonos con cierta desesperación. ‘Se pegan en la ropa y en el cuerpo, pero no hacen nada’, añadió y luego se rió de nosotros y siguió caminando. Y claro, tuvimos que reírnos con ella, pero de nosotros mismos.

Nos acercamos a la pileta ubicada a un costado de la plaza y nos colamos entre un grupo de turistas españoles que escuchaba la explicación de la guía. “La estatua que veis, en la que podéis leer ‘Francisco Pizarro, conquistador del Perú’, es en realidad la de Hernán Cortés”, alcanzamos a escuchar. ¿Qué cosa? No lo podía creer. Pero en efecto, según iba explicando la guía, íbamos viendo que el jinete de la estatua no se parecía en nada al Pizarro que todos conocemos por los libros del colegio. “El casco que lleva tiene unas plumas en la parte delantera que los soldados españoles nunca utilizaron, además el caballo es mucho más grande que los que se montaron en la conquista y la espada que empuña es más grande de las que se emplearon en aquella época”, agregó.

Vaya, vaya, Hernán Cortés estaría feliz de saberlo. En realidad hay tres estatuas de bronce iguales a ésta en el mundo. Una se encuentra en Buffalo, Estados Unidos (ciudad donde nació el escultor de las tres: Charles Cary Rumsey) y la otra réplica se encuentra en Lima (Perú), ciudad que durante muchas décadas la vio en el centro y luego en uno de los costados de su Plaza Mayor y que recién en el 2003, por mandato del alcalde Luis Castañeda Lossio y por presión de la gente, se retiró y se colocó en el Parque de la Muralla. Era obvio, pues tener en la plaza al conquistador español que cometió tantos abusos contra los Incas, no era grato para nadie sensato en el Perú (por desgracia todavía quedan muchos insensatos).

Mientras que yo apuntaba algunas ideas en la servilleta de un restaurante de la plaza, tomando con Alba una bebida de naranja y comiendo piel seca de cerdo (como los chicharrones Chipi), muchos niños correteaban y gritaban. Sus figuras se escondían entre la luz amarilla de las farolas (idénticas a las de nuestra ciudad) y una estrella solitaria brillaba en el firmamento. Las cigüeñas dormían en la iglesia y una pareja de recién casados se fotografiaba y se besaba con ternura. El viento movía las hojas de las tres palmeras enanas que hay en la plaza y yo de pronto pensé en nuestro Trujillo peruano, que sólo por citarlo está hermanado con este pueblo español, y soñaba con que algún día el orden y la limpieza ya no fueran sólo fruto de nuestra imaginación. Ojalá que ese día no sea lejano.

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