jueves, agosto 16, 2007

Ruta Inka llegó a Machu Picchu y expedicionarios quedaron impresionados
Machu Picchu, hola y adiós
Algunas complicaciones obligaron a un grupo a retornar caminando, en una segunda aventura.

El sonido de una armónica se confundía con los acordes de una guitarra en medio de una noche donde la completa penumbra era opacada por una luna majestuosa y millones de estrellas. Machu Picchu, en aquel instante, ya se había grabado en nuestras retinas como aquellas imágenes que nunca se olvidan, pero el retorno a pie nos tomó por sorpresa y nos obligó a caminar 30 kilómetros siguiendo la vía férrea, en una aventura que no sólo agitó nuestros corazones sino que nos demostró cuán decidido puede ser un hombre que recorre el mundo por la senda de sus convicciones.
Machu Picchu, nuestra flamante maravilla, me recibió a las dos de la tarde luego de un viaje en bus de dos horas desde Cusco a Ollantaytambo, un segundo recorrido en tren hasta el pueblo de Machu Picchu y un último ascenso en vehículo de veinte minutos, surcando montañas tupidas con helechos gigantescos, hasta la gran ciudadela Inca.
La primera sensación de un peruano, luego de pisar la ciudadela, es de orgullo. Piedras perfectas sobre piedras perfectas que integran habitaciones y palacios misteriosos y enigmáticos llenan el corazón de un sentimiento de amor patrio, de admiración por aquellos hombres que ofrendaron hasta su vida por dejarnos un legado maravilloso y sobre todo por descender de ellos. Como se dice, quien no tiene de inga, tiene de mandinga. ¿O no?
La visión se abre y el panorama se carga de admiración luego de atravesar un pasadizo previo al santuario. Las paredes del lugar, con el fondo de las nubes y de las montañas de la selva baja, te motivan a continuar desentrañando los misterios de esta ciudadela enclavada a 2.600 metros de altitud. No hay términos cargados con tanta emoción para describir lo que uno siente en Machu Picchu, cuando plantas los pies sobre los mismos suelos que recorrieron los antiguos Incas, tal vez refugiándose de los invasores que destruyeron sus templos y plantaron cruces sobre el rostro de Wiracocha. ¡Qué trauma tan fuerte habrán vivido estas personas!, pienso y sigo hacia la parte más alta del santuario donde se encuentra el famoso Intihuatana. Se trata de una piedra, en cuya parte más elevada se observa una especie de protuberancia, donde los Incas observaban el movimiento de las estrellas y el comportamiento de sus dioses.
Algunos expedicionarios llegaron al Santuario a través del Inka Trail, luego de caminar tres días con dos noches. Otros decidimos quedarnos en Cusco unos días más y luego abordar el tren, lo cual nos permitió conocer un poco mejor el ‘Ombligo del Mundo’. Como decían los Mayas, todo entra por los ojos, pasa por el cerebro y queda grabado en el corazón. Entonces, estando aquí, en esta ciudad imperial, debíamos meternos a Cusco por los ojos para que quede impregnado en nuestras existencias. Y así lo hicimos. Machu Picchu, al final de cuentas, iba a ser nuestro gran final, caminando o en tren.
La ciudad perdida de los Incas nos alojó más de tres horas, pues a las cinco cerraban sus puertas. Cada rincón de sus habitaciones laberínticas y de sus andenerías perdidas, sumadas a sus pasadizos estrechos con escalinatas pétreas indestructibles, te conducen a una paz que se acrecienta con el sonido del silencio de las montañas, con el vuelo de las aves y el chirrido de los insectos. Machu Picchu es enigmático.

El retorno
La visita a la ciudadela culminó y el descenso hacia el pueblo lo realicé caminando por el sendero de los Incas. La noche cayó cuando ingresaba al hospedaje donde iba a plantar mi carpa para refugiarme hasta el amanecer. El retorno a Cusco estaba previsto en tren a las 7 de la mañana, pero una descoordinación entre Ruta Inka y la empresa ferroviaria Perú Rail, que generó una protesta infructífera de los viajeros en la estación, nos dejó varados y con una sola alternativa: caminar 30 kilómetros hasta el primer poblado desde donde parten buses a la capital provincial. Entonces, con los ánimos al tope, botellas de agua, pan y atún enlatado nos adentramos en los rieles con destino al kilómetro 82.
Tres aspectos a nuestro favor: el sol no quemaba tanto, el paisaje selvático era impresionante y el camino era completamente recto, sin cumbres ni depresiones. Partimos del kilómetro 112 con la ilusión de llegar antes del almuerzo, sin saber que la aventura se prolongaría hasta la noche; la misma noche en que el sonido de la armónica se confundía con la guitarra nostálgica.
Lo más difícil de la caminata fue adivinar cuándo aparecía un tren, ya sea por detrás o delante nuestro. El sonido de las aguas del río adjunto a la vía férrea nos confundía y nos hacía confiarnos en que nada vendría, cuando de pronto aparecía el bendito ferrocarril soplando su silbato y haciéndonos saltar hasta un refugio donde no nos arrollara. Caminamos y caminamos entre la selva y –de pronto– los mosquitos, tal vez enviados por la empresa ferroviaria, confabularon en contra de quienes caminábamos sólo por no pagar todos los dólares que nos exigían por un viaje de sólo dos horas. “Vamos caminando, para no regalarle nuestro dinero a esta empresa que tiene un monopolio y que se lleva el dinero que recauda a otro país”, dijo Ariel Benítez, cantautor argentino que participó del retorno.
Pero lo peor de todo llegó cuando debíamos atravesar los túneles, donde el espacio era tan estrecho que, si el tren asomaba su trompa, tal vez esta historia nunca hubiera sido escrita. Por suerte, y siguiendo nuestras convicciones, el kilómetro 82 llegó a las siete de la noche y, luego de tres horas más en combi, retornamos a Cusco, la ciudad donde escribo estas líneas, con el cuerpo hecho pedazos pero la satisfacción de haberle ‘robado’ algunos dólares a una empresa que sólo piensa en llenarse los bolsillos y que no debería ser la única que conduzca hacia Machu Picchu a todas las personas que anhelan conocer nuestra maravilla.

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