Ruta Inka llegó al Cañón del Colca y observó al ave más grande del mundo
El vuelo del gran cóndor
Cálida población de Chivay, en el departamento de Arequipa, aún aloja a los viajeros.
¿Los expedicionarios llegamos a ver al cóndor, o el cóndor salió a vernos a nosotros? No lo sé. Esta historia ocurrió en el Cañón del Colca, uno de los más profundos del mundo…
Nancy Orias Hidalgo, cuando desayunaba un ardiente vaso de quinua con manzana y dos panes con queso, no pudo contener su ansiedad. Esta costarricense de 23 años estudia Biología y se viene especializando en aves; por ello, durante el tiempo que la Ruta Inka viene recorriendo los pueblos de Manco Cápac, ella se dedicó más al avistamiento de pájaros y voladoras de todo tamaño y color… Pero un cóndor es un cóndor, y verlo no es algo que pueda hacerse todos los días. “Si veo un cóndor, voy a ser feliz por el resto de mi vida”, expresó en el pueblo de Chivay, poco antes de abordar los buses que nos llevaron al majestuoso Cañón del Colca, donde precisamente los cóndores arman sus nidos.
El viaje empezó pasadas las 7:30 de la mañana. Los buses dejaron atrás a Chivay y se adentraron en un camino afirmado, con montañas de fondo y pastizales donde reses y asnos saciaban su hambre. Andenes del tiempo incaico adornaban el paisaje y los abismos iban haciéndose más profundos mientras avanzábamos hacia el mirador de los cóndores. Un puente, miles de cactus, dos túneles en tinieblas que causaron claustrofobia y nevados de fondo, fueron una buena distracción para los ojos durante las casi dos horas de viaje.
El motor del bus rugía y la caja de cambios no soportaba la tercera velocidad, mientras que iban quedando atrás algunos pueblos como Yanque y Pinchollo, con sus respectivas iglesias de sillar y adobe y casitas de techos de calamina desperdigadas alrededor de pequeñas y acogedoras plazuelas. El sol quemaba pero los cielos lucían parcialmente nublados, como diría el antiguo ‘Hombre del Tiempo’ peruano.
Cuando faltaba media hora para llegar al mirador de los cóndores, y mientras el nerviosismo de Nancy Orias se acrecentaba, algunos ruteros que no consiguieron asiento decidieron echarse sobre sus colchas en el pasillo del bus. Dos españoles se colocaron en una posición extraña y comprometedora y yo pensé que la Ruta Inka acepta la libertad de géneros, aunque tal vez sólo fue una impresión.
Nos detenemos en una garita y la administradora del lugar nos pide cinco pasaportes en garantía para poder ingresar sin tener que cancelar la cuota turística (10 dólares por persona). Me ofrezco, entrego el mío y sólo espero que me lo devuelvan al retorno. La marcha continúa y esta vez el cañón es tan profundo que no puedo ver el fondo. Si el bus volcara, nadie lo contaría. Ni los cóndores.
Por fin llegamos a un parqueo donde hay decenas de buses turísticos. Expedicionarios de todo el mundo también esperan el vuelo de los cóndores y todos tienen un guía. Dos miradores alojan a los turistas que miran el cielo a la espera de la gran ave, reina de estos parajes. De fondo se observan montañas rocosas y algunos picos nevados. Nadie hace bulla. El viento sopla fuerte y frío. De pronto, cuando sólo habían transcurrido cinco minutos desde nuestra llegada, un cóndor negro con la parte superior de las alas y el pescuezo pintados de blanco hace su aparición triunfal ante un público que no aplaude pero sí fotografía y filma sin miramientos.
La primera ave es seguida por otras tres y la euforia se desata. Nancy Orias luce aturdida y dispara fotos y más fotos. “¡Bien, ahora sí que se acabe la ruta, ya estoy más que satisfecha!”, bromea y da un brinco de satisfacción con los puños cerrados.
Por un momento me dio la impresión de que los cóndores sólo esperaban la llegada de los turistas para salir a vernos, y que mientras nosotros los fotografiábamos, ellos nos observaban desde lo alto embelezados, captando imágenes con sus inmensos ojos y no con equipos artificiales como los nuestros.
Los cóndores que nos visitan (o que nosotros visitamos) son actores. Vuelan en círculos sobre nuestras cabezas, aletean, se posan en piedras y por momentos desaparecen entre los cerros para retornar y seguir satisfaciendo a sus espectadores. El ambiente de paz que se vive es indescriptible, y a nadie le importa quién está a su costado. Aquí, en estas alturas arequipeñas, sólo hay ojos para el ave más grande del mundo, que con las alas extendidas puede medir más de tres metros.
En los alrededores hay vendedores de sándwiches, gaseosas, galletas y frutas. El hambre es una necesidad sólo hasta que preguntas por los precios. Un plátano a cincuenta céntimos, un paquete de galletas a un sol y mandarinas que en Trujillo cuestan un sol el kilo, aquí valen lo mismo, pero sólo una. Mejor esperamos el almuerzo.
Cuando el tiempo de nuestro avistamiento está terminando y los corazones laten satisfechos, algunos cóndores nos despiden con su vuelo majestuoso y sus alas inmensas y emplumadas. Qué hermoso fue ver a las aves que firmaron un pacto secreto con el turismo arequipeño y que, día a día, se convierten en un atractivo inolvidable de nuestro rico país.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario