jueves, agosto 16, 2007

Metrópoli enclavada en Los Andes y la historia de un asalto
No hay paz en La Paz
Joven española sufrió el ataque de un delincuente y la incompetencia de la policía boliviana.

La Paz, sede del gobierno boliviano, es una ciudad de contrastes donde el caos, el bullicio y el desorden que causan los vendedores informales saltan a la vista desde que uno coloca un pie en la calle, sobre todo en el Centro Histórico. A pesar de que no todo es malo, pues existen lugares hermosos como la Plaza Murillo, que es la principal, la Iglesia San Francisco o numerosos museos como el del Oro o el Costumbrista, la delincuencia es un problema también presente en esta urbe enclavada en los Andes a más de 3.800 metros de altitud, en la zona este del país altiplánico.
Ayer fui testigo de dos situaciones. Una ocurrió en una pizzería ubicada en una avenida céntrica (Prado), donde un par de asaltantes hurtaron la cartera de una jovencita española que participa de la Ruta Inka. La otra ocurrió en la dependencia policial de investigación criminal de La Paz, donde la ineptitud de algunos agentes me hizo ver que la Policía Nacional del Perú es una institución formidable, claro, si la comparamos con la de Bolivia.

Historia de un hurto
Todo comenzó a las 7:30 de la noche, cuando siete jóvenes recorríamos las calles céntricas de La Paz. El jirón de las brujas, las plazuelas, sus salas de exhibición y algunas avenidas formaron parte de este breve tour, donde los extranjeros nos confundimos con los paceños. Al llegar a la avenida Prado, cerca de donde existe un monumento dedicado a Simón Bolívar y donde microbuses tan destartalados como los trujillanos no dejan escuchar ni tus propias ideas, los aventureros ingresamos a una pizzería muy concurrida y moderna. Era, aparentemente, el lugar ideal.
Cristina Félix Santamaría es una menudita española de 17 años que durante el recorrido no dejó de captar fotografías. Todo era interesante para ella. Los cuadros de los museos, los jirones, las casonas, el paso de los lugareños. Todo, sin excepción. Pues ella colocó su cartera en el respaldo de la silla que ocupaba, dando la espalda a dos jóvenes con vestido elegante que también comían pizza. Nadie sospechaba en ese momento que ambos eran un par de ladrones. Cuando Cristina volteó a coger su cartera, donde guardaba su cámara fotográfica digital, unos lentes protectores de sol valorizados en más de 200 euros, así como la suma de 300 euros y otras pertenencias, ésta ya no estaba. Y, tampoco el par de muchachos.
Hicimos lo posible por alcanzarlos, pero todo fue infructífero. Ambos habían escapado. Nuestra pequeña amiga logró tranquilizarse, pues por suerte se había afiliado a una aseguradora madrileña antes de volar a Sudamérica. Fue en ese momento en que comenzó la segunda parte de esta historia, titulada: ¿y dónde está la policía boliviana?
La solidaridad entre los ya amigos de Ruta Inka se presentó en aquel momento. El plan era comunicarnos con la aseguradora desde algún locutorio, para conocer los requisitos necesarios para el reembolso. Y así lo hicimos, y obviamente entre los requerimientos figuraba el asentar una denuncia policial en el lugar donde había ocurrido el hurto. Sin exagerar, llamamos vía telefónica a más de tres dependencias policiales, incluida la de Turismo que funciona en el estadio de La Paz. La respuesta fue recurrente: “venga mañana, ya cerramos”. Yo pensaba, ¿acaso la Policía no trabaja las 24 horas del día..?, ¿acaso los agentes del orden no deben ayudarnos por ser extranjeros? Pero bueno. Cristina decidió comunicarse con la Embajada de España en Bolivia, pero los diplomáticos tampoco hicieron algo por ayudar. Todos se lanzaron la pelota, cual Pilatos.
Por suerte llegamos a la Dependencia de Investigación Criminal, ubicada a dos cuadras de la Catedral de La Paz. Lo que necesitábamos era una copia de la denuncia policial, pues al día siguiente íbamos a salir de la ciudad, con dirección a la montaña de Sajama, la más alta de Bolivia. Una rolliza agente policial de la recepción nos dio la ‘bienvenida’. Le explicamos la situación y nos lanzó un tajante: “vengan mañana”. Si algo he aprendido en el tiempo que llevo de periodista es que la insistencia y el reclamo te llevan lejos. Así que, como se dice, me puse fuerte y logré hablar con el fiscal de turno. El tipo llegó como un ángel, pues comprendió nuestra contrariedad en un país lejano, donde no existen comisarías por jurisdicción, al igual que en el Perú, y donde las escasas dependencias cierran sus puertas por las noches.
La autoridad ordenó que nos den todas las facilidades del caso, para llevar la bendita copia de la denuncia. Cristina rindió su manifestación previa y luego todos pasamos a la oficina de Investigación, donde los ‘inspectores’ iban a realizar preguntas con mayor detalle. Un ambiente con piso de madera que crujía con nuestros pasos, paredes sucias y sillas enclenques nos recibieron, así como un policía de rasgos indígenas, con no más de 28 años y menos de 1.60 metros. El tipo, sinceramente, era nulo en computación. Escribía tres palabras y borraba cuatro, aunque esto suene increíble. Un teléfono sonó y él dio una tregua a la batalla que lidiaba contra el ordenador. “Si quiere lo ayudo”, le dije. “Ya pues, vaya ‘iscribiendo’”, me respondió. La manifestación la tomé hasta el final sin uniforme ni boina, sin revólver ni estudios de criminalística. El documento estaba listo para la impresión. Eran las 11:20 de la noche. La Paz ya dormía, por lo que pude ver a través de una ventana. Pero surgió otro problema: la impresora carecía de tinta. Había cuatro impresoras en la oficina, y la única que podría salvarnos era una Epson matricial con más de 15 años de uso. Era increíble cómo aún estaba operativa. La instalamos, nos demoramos más de una hora, imprimimos documentos de prueba con fallas, la desesperación se tornaba más fuerte con el correr de los segundos. Los policías se miraban contrariados sin saber qué hacer. Sin embargo, al final de todo conseguimos el documento, sellado y firmado por la Policía Nacional de Bolivia, una institución mil veces menos efectiva que la nuestra. ¿Consuelo de tontos? Probablemente sí.

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