jueves, abril 26, 2007


Expedición al Tantarica
Tras cabalgar más de cinco horas entre los Andes cajamarquinos, un grupo de aventureros conquistó el impresionante santuario preinca de Tantarica, ubicado en la provincia de Contumazá.

Al llegar a las faldas del cerro Tantarica, con el cuerpo molido, el rostro achicharrado y el corazón latiendo en la garganta, siento que la expedición fue una verdadera locura. Sin embargo, tras derrochar un último esfuerzo y llegar a la cima, fijo la mirada en el horizonte y aprecio las nubes de algodón que envuelven al cielo perfecto de los Andes, solo entrecortadas por algunos gavilanes hambrientos que vuelan en círculos. Aunque parezca increíble, desde este punto de la serranía norteña, donde los pulmones se inflan con un viento fresco y reconstituyente, se abre majestuosamente un mapa de todas las regiones naturales del Perú, desde los caminos costeros, pasando por los valles interandinos, hasta la gran cordillera. Aquella pirámide de los libros de primaria, elaborada por don Javier Pulgar Vidal, se observa desde aquí en vivo y en directo.
No obstante, el verdadero atractivo de este viejo Apu no son la flora, la fauna ni el paisaje. Tantarica, montaña ubicada en el departamento de Cajamarca a una altitud de tres mil metros, guarda un milenario tesoro arquitectónico edificado por nuestros antepasados para rendir culto a sus dioses: ruinas pétreas que, por su extensión e importancia histórica, son consideradas por numerosos investigadores como el “Machu Picchu del Norte”, por encima incluso de Kuélap. Aquí, en esta cúspide sagrada, me retracto: la verdadera locura habría sido no emprender la expedición.

Aquicito nomás…
El caballo gordo y canelo que me conduce cuesta arriba no tiene nombre; pero lo he bautizado como “Trueno” por la rapidez que alcanza pese a su grosor. Tuve suerte con mi equino, pues el que escogió el profesor Leonardo Herrera Vásquez, jefe de la expedición, es chúcaro y saltarín. “Seguro quiere una hembra”, comenta Leonardo mientras cabalga lentamente hacia el poblado de Catán, nuestro siguiente destino.
El último contacto con la civilización ocurrió hace algunos minutos cuando descendimos del bus proveniente de Trujillo en el paraje conocido como “El Sapo”, que se ubica a escasos cinco minutos de Chilete. El vehículo continuó su marcha hacia Cajamarca, mientras que los aventureros, previo desayuno en una bodeguita, ya escogíamos nuestros caballos.
Son más de la una de la tarde y el sol nos envía rayos ardientes. Elina Barturén, directora regional de Turismo de La Libertad, prefiere montar una mula cobriza que avanza lento pero seguro. Humberto, un hombre natural de Catán que utiliza llanques y sombrero, lleva a la mula cogida por una cuerda. “Allá al fondo, tras estos cerros, está Catán. Yo creo que llegaremos en cuatro o cinco horas”, comenta el lugareño y motiva en nosotros los primeros suspiros de desesperación.
Sin lugar a dudas, el más entusiasta de todos es el profesor Leonardo. Él fue el “loco” que organizó la expedición. Es trigueño, de mirada vivaz y solo se diferencia de Humberto por el reloj que lleva en la muñeca, las zapatillas de lona y el estuche de cuero que pende de su correa. Si no fuera por estos objetos modernos pasaría tranquilamente por un “paisano” del lugar. “Yo soy de Chota”, diría más tarde. Leonardo enseña historia y geografía en la Gran Unidad Escolar de Trujillo, pero confiesa que su mayor pasión es investigar las culturas preincas que se desarrollaron en el norte peruano. El primer fruto de sus innumerables caminatas e indagaciones en los Andes es el libro El ciclo mítico de Cuan y Tantarica, donde analiza desde el punto de vista histórico y social la importancia del santuario que visitaremos.
Lo que más le gusta contar al maestro es la antiquísima tradición oral sobre el amor que surgió entre Cuan y Tantarica que son un pozo de agua y un cerro que, según su teoría, representan a los actuales poblados de Contumazá y Catán, ambos divorciados por celos políticos y sociales. La leyenda cuenta que Cuan era el príncipe de las lluvias que se enamoró perdidamente de la doncella Tantarica y, para conquistarla, construyó un canal de agua hasta sus faldas. Pero por una traición, hundió el acueducto y dejó en sequía a todos los pueblos aledaños al cerro Tantarica. “Catán es un pueblo seco, donde ni siquiera llueve mucho. Por eso, esta leyenda debe tener algo de cierto…”, sospecha Leonardo, al tiempo de arrear su caballo y darle ánimos a Celso Roldán, nuestro robusto fotógrafo que lucha contra un impertinente dolor de rodilla.
El camino hasta Catán está lleno de espinos y por momentos los caballos se detienen a beber agua de algún riachuelo. Los flancos son adornados por miles de margaritas y otras flores rojas conocidas como “gaseosa”, por su dulce sabor. Más arriba, donde el terreno va poniéndose seco, aparecen muchos cactus que se yerguen solitarios entre el ichu y las rocas. La tarde va cayendo y la línea del horizonte se torna anaranjada. Son casi las 6:30 y por fin aparece Catán, como un pequeño pueblo con no más de 200 casas. Elina es la más feliz. “Quisiera tomar un baño con agua hirviendo… estoy cansadísima”, comenta, sin saber que aquella noche –al igual que los demás expedicionarios– solo se lavaría la cara y las manos con agua extremadamente fría. Luego, a esperar el alba.

Un místico camino
No hubo tiempo para desayunar. Ni siquiera para despertar del todo. Leonardo no se apiadó de nuestro cansancio y nos sacó de la cama casi a empellones. Elina sí despertó a las 5:30 de la mañana, como habíamos quedado, y se adelantó montada en la misma mula que la trajo hasta Catán. El resto del grupo, al cual se acoplaron dos arqueólogos que llegaron en camioneta por la carretera de Contumazá, no tuvo otra alternativa que emprender una larga caminata hasta las ruinas.
Cada paso en estos caminos empinados me hace sentir una mística indescriptible, hasta el punto de emocionarme. Al fin y al cabo, siglos atrás, en estas mismas cuestas plantaron sus huellas los antepasados que hoy alimentan con polvo nuestra marcha. “Vamos muchachos, a lo mucho llegaremos en una hora”, dice Leonardo. Celso, muy agitado, me lanza una mirada cómplice. En definitiva, no le creemos.
Según los investigadores, las edificaciones de Tantarica fueron construidas en la época preincaica, contemporánea con el reino Chimú, entre los siglos XIV y XV, y constituyeron el más importante santuario de todas las culturas que se asentaron al norte y al sur del río Jequetepeque. Todas sus construcciones tienen fines ceremoniales y se presume que los antiguos habitantes adoraban allí al trueno, por ser el dios que anunciaba la lluvia.
La ubicación estratégica de este centro de culto preinca, por otro lado, podría haber servido también como un mirador o una fortaleza, desde donde los vigías observaban el movimiento de pueblos enemigos.
Tal vez fueron miembros de la cultura Cuismancu quienes construyeron parte de la fortaleza actual. Ellos adoraban a Catequil (el rayo) y hablaban el idioma Culli. Sin embargo, tras la llegada de los incas el santuario pasó a formar parte de los dominios de Cajamarca y, además, se levantó en el lugar otra plataforma con nuevos cuartos, jirones y nichos.
La historia indica que el descubridor de Tantarica fue Baltasar Jaime Martínez de Compañón, obispo de Trujillo en el siglo XVIII. Posteriormente, en 1944, el arqueólogo alemán Hans Horkeimer, junto con José Eulogio Garrido y Max Díaz, llegó a las ruinas y señaló: “Son extensas y cubren varias hectáreas en la pendiente oriental del cerro, y no representan una ciudad, sino más bien una fortaleza”. Esto lo confirmaríamos minutos después, al llegar al santuario.
Los arqueólogos nos han sacado ventaja y Leonardo ahora interpreta una melodía nostálgica con una quena que llevaba escondida en el bolsillo. Sus notas se confunden con el canturreo de aves lugareñas y el chirrido de extraños insectos. De pronto, a la distancia, aparece el cerro sagrado que –mirándolo bien– tiene la forma de un sombrero de paja gigante. Ya deben ser las diez de la mañana.
Leonardo se detiene y se lanza a la grama como un niño. Aprecia la montaña con ojos de enamorado enloquecido y se confiesa: “Dicen que allá está atrapado mi espíritu”. Enseguida, entona un yaraví: “Como la nube se deshace/ Ay mi dueña/ cuando el sol le comunica, su calor lento/ Ay de tu amor el fuego, dejó todo un incendio/ cómo ablandar no puedo, tu duro pecho/ Siempre te he querido, nunca fui de otra dueña/ y por caricias, recibo tu menosprecio”.

Lugar con futuro
Elina Barturén, quien ya descansa en la primera plataforma del santuario, considera que actualmente se podría explotar este sitio arqueológico como una ruta de expedicionarios. De igual forma, añade que Catán tiene en estas ruinas una oportunidad invalorable para conseguir su desarrollo. “Los mismos pobladores deben acondicionar en sus casas habitaciones para los turistas, no es necesario que una empresa construya un inmenso hotel o un lujoso restaurante. El pueblo mismo lo puede hacer”, sostiene.
La directora de Turismo señala que este circuito generaría además un movimiento comercial importante para quienes alquilarían los caballos, para guías turísticos y vendedores de agua y comida, entre otros. “A medio camino debería construirse un tambo, con provisiones para los excursionistas. Solo es cuestión de decidirse”.
En las partes altas del santuario hay muchas abejas y la maleza ha ganado terreno en las paredes, que dicho sea de paso, no son tan perfectas como las de Machu Picchu, pero sí igual de impresionantes. En el lugar se aprecian diversos pasadizos, puertas estrechas, murallas gigantes y una plataforma sagrada con dos círculos pétreos que hasta el menos instruido se daría cuenta de que allí se practicaron rituales o sacrificios.
A la distancia, desde la cima, aparecen poblados como San Miguel, San Pablo y Tembladera, con su gigantesco Gallito Ciego. En otras ocasiones, cuando la costa está despejada, se puede observar hasta el mismo Pacasmayo. “Desde acá se domina el mundo. Es un lugar místico, con un potencial económico y cultural que sacaría de la pobreza a Catán”, señala Leonardo, tras asegurar que hasta la actualidad algunos pobladores de las zonas altas siguen entregando ofrendas a dioses paganos en Tantarica. “Hemos encontrado huesos, frijoles y entierros”, dice.
El recorrido por la ciudadela ha durado cerca de tres horas y, a estas alturas, los cuerpos se han cargado con un bochorno insoportable. Miles de abejas siguen zumbando en nuestros oídos y en el cielo nos sigue vigilando un gavilán. Dos pastorcitas han ingresado a las ruinas con decenas de cabras de monte para alimentarlas de la maleza. Una de ellas se acerca a Elina y le regala un choclo. Le sonríe. Y se va. Yo, extasiado, volteo la mirada al camino y entonces recuerdo algo importante: Hay que retornar a pie. No queda otra. Que Dios y nuestro físico nos amparen.

Pier Barakat Chávez
Julio, 2006.
Con esta crónica gané el primer lugar en el Tercer Concurso Nacional de Periodismo Turístico, realizado el 2006 en Perú.

4 comentarios:

jean izquierdo V. dijo...

BIEN MERECIDO EL PREMIO CARAJO!

julcafer dijo...

Bien por los premios y a seguir posteando.

Anónimo dijo...

tantarica son als ruina mas espectaculares que podamos tener los cataneros deben sentirce orgulloso por eso si lo supieran explotar seria un bun turistico

Anónimo dijo...

muy buen artículo.que bueno que fueron por el camino de herradura. actalmente existe una trocha. pero no existe mejor placer que recorrer ese camino respirando del aire puro con aroma a palosanto.