jueves, mayo 13, 2010

13 DE MAYO. Una visita cargada de sorpresas, recuerdos, peticiones y lágrimas
Mi encuentro con la Virgen de Fátima, en Portugal
Impresiones y alguna confesión en uno de los santuarios católicos más visitados del mundo.

FÁTIMA, PORTUGAL. Durante mi vida he tenido numerosos encuentros con la Virgen de Fátima. Alguna vez, cuando apenas era un niño y estudiaba la primaria en el colegio Claretiano, cargué al hombro una pequeña anda con su imagen, ataviada de flores blancas y amarillas, en una de las habituales procesiones de mayo dedicadas a la madre de Jesús que –como nos lo había contado el profesor de religión Wilfredo Olaya Viera– apareció ante tres niños pastores en Portugal, un país que para mí en aquel entonces se encontraba al otro lado de la luna, más allá del horizonte, tal vez cerca de la China, de Estados Unidos, de Ecuador o de Lima. Todo estaba lejos para mí en aquellos tiempos.
Aunque mi memoria es pésima, recuerdo como si fuera ayer, y me sorprende que ya hayan transcurrido más de 20 años, cómo los niños de cada clase debíamos peregrinar y cantar todos los días de mayo durante las formaciones, en el patio del colegio. Tal vez porque siempre me ha gustado cantar, tengo metida en la cabeza la letra de uno de los temas religiosos dedicados a esas breves ceremonias. ‘Salve, salve cantaban, María, que más pura que tú sólo Dios, y en el cielo una voz repetía, más que tú, sólo Dios, sólo Dios’. El ambiente era contrito y solemne, tal vez envuelto en el miedo por la presencia de curas de sotana, pero también de alegría por nuestros familiares que aplaudían y saludaban desde lejos agitando las manos.
Dos décadas después, a mis 29 años, he llegado con Alba, mi novia, al mismo lugar donde la Virgen se apareció en 1917, en numerosas oportunidades, ante tres niños pastores: Lucía dos Santos, Jacinta y Francisco. Volamos de Madrid a la ciudad de Oporto (Portugal), dimos un paseo romántico a orillas del río Tajo y bebimos una copa de vino tinto en una noche fresca, de garúas y adornada con farolas amarillas. Al amanecer, tomamos un tren con rumbo a la ciudad de Coimbra y luego abordamos un autobús que cruzó los parajes más verdes de la Península Ibérica y nos condujo hasta Fátima, un pequeño y bendito poblado con no más de 10 mil habitantes donde se encuentra el famoso Santuario de la Virgen, un lugar que cada año es visitado por casi 5 millones de creyentes de todo el mundo.
Los católicos creemos que la Virgen apareció en seis oportunidades, entre el 13 de mayo y el 13 de octubre de 1917, ante tres niños pastores y primos, en el sector conocido como Cova da Iria, situado en las proximidades de la ciudad portuguesa de Fátima. Allí había una encina que, según narraron los niños en aquel entonces, empezó a irradiar una luz enceguecedora para luego hacer su aparición una hermosa mujer vestida de blanco.
Lucía tenía diez años, Francisco nueve y Jacinta sólo seis. Ellos cumplieron con el mandato de la Virgen y regresaron durante los seis meses siguientes al lugar indicado para recibir los mensajes y los mandatos de la madre de Dios, entre los cuales figuraba rezar el Rosario con fervor y construir un templo en el mismo lugar de las apariciones. Otra canción resume bien este episodio: ‘El 13 de mayo la Virgen María bajó de los cielos a Cova da Iria. Avé, Avé, Ave María, Avé, Avé, Ave María…’.
El autobús nos dejó en la terminal del pueblo y desde allí caminamos hasta el Santuario. Eran poco más de las tres de la tarde. Cruzamos unos jardines y entramos en la Plaza Pío XII, una explanada tan grande como la Plaza de San Pedro del Vaticano. Algunos peregrinos iban de rodillas y con las manos juntas hacia la Capilla de las Apariciones (Capelinha das Aparições), construida en el lugar exacto donde se encontraba la encina de la cual surgió la Virgen. Algunas personas rezaban, otros fotografiaban el lugar. Nosotros nos sentamos algunos minutos en una de las bancas para elevar una plegaria y también contemplar la imagen de Nuestra Señora de Fátima.
Salimos. Al centro mismo de la explanada veíamos la gran Basílica del Santuario, de estilo neobarroco, adornada con imágenes de santos y ángeles y con una torre rematada con una inmensa corona dorada. El reloj marcaba las 3.55 de la tarde y yo en aquel momento saqué cuentas y pensé que en Perú eran recién las 9.55 de la mañana. Además, viéndola bien, recordé que alguna vez alguien me dijo que la pequeña capilla construida en la cima del cerro Santa Apolonia de Cajamarca es una réplica en miniatura de esta basílica portuguesa. Y sí que lo es.
La Iglesia Católica explica que, durante sus apariciones, la Virgen María realizó varias profecías y entregó a Lucía, por ser la mayor, los tres secretos de Fátima, sobre los cuales se ha especulado muchísimo y hasta se han tejido historias relacionadas con el fin del mundo y con catástrofes venideras redactadas en alguna supuesta carta apocalíptica entregada por la Virgen a los niños. Una carta inexistente, según la Iglesia.
Además, hay algunos hechos históricos que se asocian con los mensajes dados por la Virgen, entre los cuales resaltan la desintegración de la Unión Soviética como Estado Socialista y su reconversión al Cristianismo, el fin de la Primera Guerra Mundial, el atentado cometido contra el Papa Juan Pablo II el 13 de mayo de 1981 y la muerte prematura de Francisco y Jacinta (Francisco murió el 4 de abril de 1919 y Jacinta el 20 de febrero de 1920 y en el año 2000 fueron beatificados).
Subimos de la mano algunos escalones y entramos en la Basílica. Hace frío. El cura está oficiando la misa en portugués. Suena raro, pero melódico. Me gusta. En el arco del crucero del templo hay un mosaico donde se lee: ‘Regina Sacratissimi Rosarii Fatimae ora pro nobis’ (Reina Sagrada del Rosario de Fátima, ruega por nosotros). Damos un paseo y encontramos efigies de muchos santos, pero me llaman la atención la de San Antonio María Claret, fundador de la Congregación de Misioneros del Corazón de María (a la cual pertenece el colegio donde estudié) y la de Santa Teresa de Ávila, ya que precisamente Ávila es la medieval ciudad española donde Alba nació. Tomamos fotos. Caminamos. Siempre en silencio. La misa continúa.
Debo aclarar que actualmente no participo de rituales como la misa dominical y mucho menos de la confesión, pero al margen de ello cada vez que ingreso en una iglesia siento que allí está Dios. Y le pido. Y le agradezco. Esta vez, en Fátima, puedo sentir presente a la Virgen. La siento en las rodillas lastimadas del hombre que ha recorrido a gatas el Santuario, de la mano de una mujer que presumo que es su esposa. ¿Qué le pedirá?, ¿qué problema tendrá?, pienso. ‘Seguro está agradeciendo por algo’, me dice Alba con sabiduría. Sí, seguro está dando las gracias. La Virgen está aquí. No sólo en las imágenes y en el impresionante templo. No en las estampillas ni en los recuerdos tallados en piedra. Ni siquiera en los rezos, sino en los corazones de toda esta gente que no viene a hacer turismo sino a encontrarse con ella. Cuestión de fe.
Iniciamos la retirada. Recuerdo entonces que mi gran amigo el ‘Chino’ Yarita se casó en la iglesia de Fátima de Trujillo y que allí también se realizó el velorio de mi recordada abuelita, con los santos cubiertos por mantas oscuras porque era Viernes Santo. Caminamos cerca de una cruz de madera que luego averiguamos que tiene una altura de 27 metros y vemos también un módulo de hormigón del Muro de Berlín, cubierto por cristales, que fue colocado allí para recordarle al mundo la caída del comunismo. Alba, que aún no tiene muy claro sus creencias religiosas, se acerca al preciso lugar donde se encienden cirios y se conversa con la Virgen. Hay unas diez personas. Se queda quieta, entre ellas, mirando fijamente el fuego parpadeante de las velas y sintiendo un calor tal vez divino. Yo me pierdo en las ideas y recuerdo que Fátima es un nombre de origen árabe que significa Espléndida. Se llamaba así la hija de Mahoma, el profeta del Islam, y fueron precisamente los árabes quienes –durante la ocupación de la Península Ibérica– habrían bautizado así a la ciudad portuguesa donde siglos más tarde apareció la Virgen María. Casualidades.
¿Vámonos ya?, le digo a Alba. Ella voltea, me mira y me abraza. No sé qué sintió en ese lugar, ni qué le pidió a Dios o a la Virgen, lo único que sé es que estuvo llorando.
Mi hermana nació el 13 de mayo y aunque todos le decimos Malú, ése es sólo un apelativo derivado de las primeras sílabas de sus nombres: María Lucía. Le pusieron María por la Virgen de Fátima y Lucía por la pastorcita. El parto fue complicado. Trujillo, 1985. Toque de queda. Pañuelos blancos en medio de la noche para evitar las balas. Mi hermana se había tomado el líquido amniótico y nació, por cesárea, casi asfixiada. Aunque la llevaron a la incubadora, había dudas de que sobreviviera. La leyenda familiar cuenta que mi padre le prometió a la Virgen que si ella vivía, él dejaría de fumar. Y evidentemente lo hizo. Tras 30 años de haber fumado hasta tres cajetillas diarias ya lleva 25 años sin probar un solo pucho. Hace dos años viajé con él a Lima para que se sometiera a un chequeo médico en la clínica Javier Prado. El médico, con una radiografía de sus pulmones colocada en esa lámpara blanca y rectangular de los consultorios, le dijo: “si usted no hubiera dejado de fumar cuando lo hizo, ya se habría muerto”. Ahora, que lo pienso, lo analizo y lo interpreto, puedo decir con plena convicción que la Virgen de Fátima no sólo me dio a mi hermana, sino también a mi padre. Gracias por ello.

No hay comentarios.: