miércoles, noviembre 04, 2009

La flor de papa (una historia real)

Recién bajado de los cerros andinos del Perú, un paisano fue contratado para custodiar durante las noches una casa ubicada en una apacible y residencial urbanización trujillana. Llanques de caucho cubrían sus pies encallados y un poncho de alpaca arropaba su humanidad. El barrio de San Andrés se ubica a sólo cinco minutos del centro histórico de Trujillo y, en 1973, más allá de sus dominios, se levantaban interminables sembríos de piñas y caña de azúcar. La hoy ciudad bulliciosa y endiablada era como un pueblito que, sin embargo, se preciaba de ser la segunda urbe más importante del país.

Nadie sabía su nombre. Un día lo vieron llegar con ojos de toro loco y mascando hojas de coca junto a su patrón.

–Tú cuidarás mi casa todas las noches. Le ordenó Luis Sánchez Pérez, el propietario del fundo.

–¿Y, en dónde voy a dormir?. Reclamó el paisano con un español que trastocaba la o por la u, sonando algo parecido a: “¿Y, en dúnde vuy a durmir?”

–¿Dormir? No te estoy contratando para dormir, serrano piojoso, ¡tú no vas a dormir pedazo de animal!

El paisano añoraba sus días de libertad en los campos andinos, donde tocaba la quena y corría a sus anchas. Sus padres le habían heredado tres hectáreas de tierra en Huacapongo, un pueblo ubicado muy cerca de las estrellas. Sin embargo, una reforma agraria impulsada por un cojo militar que tomó el poder y la Casa de Pizarro a balazos, lo había confundido en la lista de los terratenientes costeños y, finalmente, lo dejó en la calle.

–¡La flor de papa, la flor de papaaaaaaa! El paisano, aficionado al canto, se había sentado en el jardín exterior de la casa y, aburrido, decidió interpretar su tema preferido.

–¡La flor de papa, la flor de papaaaaaaa! Repitió.

En frente, una pareja de recién casados intentaba dormir. Yssa y Olga, un árabe y una trujillana, aún no asimilaban su matrimonio y ni siquiera se ponían de acuerdo en los límites de su cama.

–¡Roncas como loco! Increpó Olga y luego se cubrió la cabeza con la almohada.

Yssa, cuyo sueño era tan profundo que ni siquiera el terremoto de 1970 lo sacó de la cama, no escuchó los reclamos de su mujer y siguió ofreciendo un concierto grave y prolongado con su garganta.

¡La flor de papa, la flor de papaaaaaaa!

¿Qué?

Olga, cansada de no poder dormir, no podía creerlo.

–¡La flor de papa, la flor de papaaaaaaa!

Maldita sea, ¡¿quién es ése desgraciado que está cantando?!

–¡Yssa! ¡Despierta, Yssa! Gritó, desesperada, Olga.

–¿Qué pasa, mujer?, dijo entresueños, casi casi, roncando.

–Hay un hombre que está cantando en la calle y no me deja dormir. ¡¡¡Me está jodiendo!!!

–No seas loca, seguro era alguien que pasaba por allí.

Yssa no terminaba de pronunciar la respuesta cuando nuevamente:

–¡La flor de papa, la flor de papaaaaaaa!

–¡Carajo! Se lamentó Yssa y salió de las sábanas.

–¡Dile que se quede callado! Ordenó Olga.

Yssa vio a través de la ventana que la voz salía de entre unos arbustos enanos, donde descansaba un hombrecillo que más parecía una sombra. Era, tal vez, un alma.

–¡La flor de papa, la flor de papaaaaaaa! Se volvió a escuchar.

–¡Yssa!, reclamó Olga desde la habitación.

–¡La flor de papa, la flor de...

El paisano no pudo terminar su canto.

–Oye serrano de mierda, ¡cállate la boca que no nos dejas dormir! ¡Carajo!

Yssa había salido en calzoncillos a la puerta de casa y desde allí había descubierto que el cantante de marras era el guardián de la casa de enfrente. Precisamente se habían saludado por la tarde, y el paisano preguntón averiguó que Yssa era abogado.

El silencio reinó algunos minutos y el recién casado volvió a su lecho, junto a su amada que sonreía sin mover los labios y agradecía sin pronunciar palabra alguna. Estaba enojada, pero satisfecha por la reacción de su marido.

Sin embargo, al frente, el paisano no se había quedado contento. ¿Qué se habrá creído este abogado conchesumadre que me grita como si fuera su hijo?, pensó con furia y escupió un bolo gastado de hojas de coca mezcladas con cal. ¡Ta huevón!, dijo, y cobró valor.

–¡La flor de papa, la flor de papaaaaaaa! Cantó más agudo y más rápido.

–¡La flor de papa, la flor de papaaaaaaa! Más rápido.

–¡La flor de papa, la flor de papaaaaaaa! Mucho más rápido.

Los nuevos alaridos del paisano sin nombre retumbaron como proyectiles que se incrustaban en el cerebro de Olga. Y también en el de Yssa, que aún no volvía a desconectarse.

–Puta madre, este pendejo sigue con su flor de papa. ¡Ya se cagó!, amenazó Yssa y se dirigió al ropero, de donde desempolvó un revólver de fogueo Colt calibre 38. Un arma inofensiva, pero bastante bulliciosa.

–Oye serrano jijunagramputa, si sigues cantando te voy a matar ¡carajo!, gritó Yssa y levantó la mano empuñando el arma que, en realidad, no servía ni para matar una mosca.

Silencio en la noche. El serrano está en calma. Yssa abrazó a Olga y le dio un beso en la frente, pensando que su estrategia intimidante había sido efectiva y que el cantante de la noche desistiría de continuar con su tonada infernal. Pero se equivocó.

No habían transcurrido ni cinco minutos y la flor de papa volvió a reverberar como el cántico de mal agüero de una lechuza, que anuncia la presencia de la muerte.

–Se cagó.

Yssa había agotado su paciencia. Como en cámara lenta se destapó, empuñó el revólver que había dejado en la mesa de noche y casi como flotando llegó hasta la puerta de casa. Salió a la calle y sin pensarlo disparó. ¡Muere, mierda! ¡Pendejo! ¡Hoy te mato gramputa! ¡¡¡Pum, pam, plin!!!

Olga, desde la cama, vio un resplandor parpadeante por una rendija de la puerta. Y sonrió.

–¡Hoy te mato huevón! ¿Qué flor de papa ni flor de papa? ¡Vete a tu pueblo a cantar y deja de joder acá! Yssa debía demostrar su valentía ante su mujer. Cuando el tambor del arma había quedado vacío regresó triunfante a su lecho de amor. Olga le dio un beso para tranquilizarlo. Lo abrazó. Sólo le faltaba aplaudir.

–A ver si vuelve a cantar, pues, ese pendejo. Que se meta las flores de papa al culo, dijo Yssa, muy macho, con la autoridad que le daba el haber estudiado derecho y ciencias políticas durante seis años en la gloriosa Universidad de Bolívar.

El serrano estaba pálido, parecía un alma. Su terquedad casi lo manda a vivir con las serpientes bajo la tierra. Entonces, comprendió que ni San Andrés, ni Trujillo ni la costa eran su lugar. Allí, no era bienvenido. Él quería cantar, él quería correr, él quería sentirse libre sin que nadie le quisiera apagar la voz a punta de balazos.

Entonces, levantó sus trapos y se echó a andar, no sin antes proferir la última frase que se le escucharía por esos lares:

–Abogado ladrón, abogado asesino. ¡La flor de papa!

Y huyó.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Por favor, puedes precisar si la historia del Flor de Papa es verdadera.
Considerando las expresiones y reacciones de los participantes, es muy probable que así sea.
Hace días que no reía.
Gracias hermano.

Anónimo dijo...

Pues sí, Dr. Masarei. La historia es real... muy real!!!!