Lobos marinos, aves guaneras y hasta pingüinos se pueden apreciar en la Isla Macabí, situada a poco más de una hora de navegación, frente de las costas de Malabrigo. El potencial se ‘desborda’ por sus acantilados, pero no se aprovecha.
El motor ruge fuera de borda y el bote navega en aguas fantasmales, perdiéndose entre la bruma de un frío amanecer dominical. Puerto Malabrigo va quedando a la distancia, prisionero de sueños inconclusos y de un letargo masivo, con sus acantilados lastimeros, su centenario muelle erguido a duras penas y su hélice oxidada y detenida. Los peñascos de La Punta, rompeolas naturales, desvían la furia marina y nuestro bote se adentra sin complicaciones en los mares malabriguenses que esconden en sus fondos mil y un historias perdidas en el tiempo. Un sol avergonzado cedió su lugar al frío de alta mar.
Abordar el bote que nos conduciría a la Isla de Macabí fue una verdadera proeza para los seis miembros de la expedición. Prácticamente, nos lanzamos desde el muelle hasta el casco de una embarcación sujetada con amarras y no del todo detenida. Atrás quedó la hora y media de viaje por tierra desde Trujillo, atrás quedó el desierto y el Valle Chicama, con sus pueblos milenarios y embrujados, sus sembríos de caña de azúcar, su gente de piel curtida por un sol inclemente y parajes solitarios en el horizonte. Atrás quedó Malabrigo con su entrada paupérrima, invadida por almacenes de harina de pescado, sus calles nostálgicas, sus casonas de Pino de Oregon construidas por alemanes y derruidas por peruanos. Atrás quedaron fábricas harineras que contaminan las aguas y sus fétidas emanaciones. Atrás quedaron locomotoras carcomidas por el óxido, la desidia y la tristeza. Atrás quedó un Malabrigo detenido y atrasado, pero –no obstante– con un potencial turístico envidiable que se desaprovecha. Cuatro pelícanos vuelan en fila hacia la isla.
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Adolfo Asmat Chirinos-Zavala es un pintor nacido en Malabrigo pero radicado hace más de 15 años en Madrid. Su obra, exhibida en reconocidas salas europeas, transmite la nostalgia y las soledades de una infancia en su puerto querido, hoy sumido en el atraso. El artista, de chaqueta negra y mirada analítica, cruza sus manos con violencia entre su cabellera, como despertando de algún sueño, y luego mira a su esposa, María del Socorro Morac, guadalupana, artista, madre. Cerca de ellos está Tito Cumplido, alcalde de Malabrigo, con zapatillas blancas de lona, jeans, casaca azul y su inclemente bigotito entrecano que mueve al hablar. El alcalde conversa con Enrique Salcedo, representante de Aprochicama –asociación que vela por los intereses de las fábricas harineras– pero el ruido del motor es más fuerte que sus palabras.
El patrón de lancha, atento desde la popa, dirige con señas a un motorista aburrido que sostiene el timón firme hacia la isla que aún no se deja ver. La neblina sigue densa y bandadas de guanays y pelícanos vuelan en hileras mar adentro. Las aguas lucen cristalinas, o tal vez aceitosas. Dulces de limón se convierten en panacea contra los mareos.
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Cuenta la historia (los viejos malabriguenses aún la conocen) que allá por 1830 una embarcación –que había zarpado de Colombia– encalló en la Isla de Macabí, luego de entrar en el callejón natural que divide en dos a este accidente geográfico. Los tripulantes, en medio de una tormenta y faltando escasos minutos para la medianoche, nadaron hacia la costa pero les ganó el cansancio. Seis horas transcurrieron hasta que el cielo empezó a irradiar las primeras luces, cuando pescadores del actual Malabrigo, lugar que en aquel entonces era conocido como Caleta Mamape, rescataron en sus caballitos de totora a los náufragos que flotaban y los condujeron hasta la Playa La Punta.
Entre ellos se encontraba un capitán español de apellido Malabrigo, quien no sólo se enamoró de las playas y del pueblo, sino también de una mujer que vendía chicha de jora en un humilde rancho que luego se transformó en el Restaurante Malabrigo. El negocio fue un éxito. Llegaban comensales a caballo o burro desde pueblos lejanos del valle para beber la exquisita chicha y saborear los potajes elaborados tanto con recetas del antiquísimo Mamape como de Barcelona, tierra natal del marino Malabrigo. Tan conocido se hizo el lugar que los forasteros ya no decían: “vamos a Mamape”, sino “vamos a Malabrigo”.
Pues entonces, prácticamente Malabrigo le debe hasta su nombre a la isla de Macabí (que en realidad son dos, pero se encuentran muy juntas). Y, aunque en el tiempo de los Gildeméister pretendieron llamar al pueblo como Puerto Chicama, los lugareños se encargaron de conservar en sus corazones la tradición traída por aquel marino barcelonés que encalló en las legendarias Islas de Macabí.
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La isla aparece en el horizonte, como un hongo gigantesco, pero el vaivén de las aguas ocultan el bote e interrumpen la visión. El patrón de la lancha informa que nadie podrá descender porque las aguas están movidas y, además, porque el antiguo atracadero se destruyó años atrás con una marejada. Cada vez se observan más aves volando hacia el horizonte y el olor del guano prospera entre la brisa.
Por fin llegamos a Macabí. Efectivamente se trata de dos islas (Norte y Sur), unidas por un puente de madera y sogas. Ha transcurrido una hora y cuarto desde que partimos del muelle. Lobos marinos rugen ante los invasores. Demarcan su territorio. Son ellos los amos y señores de esta verdadera reserva de fauna marina. Miles de guanays, pelícanos y zarcillos observan con elegancia desde los peñascos, mientras que el bote circunda la isla. “Huele a cojinoba”, comenta el patrón de la lancha, experto en la pesca. Luego se lamenta por no haber llevado consigo equipos para ‘cordelear’.
Casi desapercibidos y confundidos entre los guanays, los pingüinos de Humboldt no esperaban nuestra llegada. Con su traje natural se esconden en una cueva. No son tan amistosos como los lobos marinos, que se zambullen en las aguas y se acercan a nuestro bote, sólo mostrando su hocico y lanzando rugidos.
En la isla hay una casa. Es de madera y está pintada de blanca y azul. Allí vive el guardián. El hombre que resguarda el guano de los barcos piratas. Sus compañeros son los animales. Con ellos habla, con ellos sueña, con ellos se alimenta. “Pobre ese ‘pata’, estará lleno de piojos, porque los guanays tienen unos piojos malditos”, comenta el capitán de nuestro barco, lanzando una mirada de congoja hacia el guardián que saluda con las manos desde la baranda de su morada. ¿Será el mismo sujeto que Proabonos abandonó cuatro meses en esta misma isla sin agua ni alimentos?
Al margen de ello, la majestuosidad de este paraje, comparable con las archipromocionadas Islas Ballestas de Paracas –aunque a menor escala– evidencia el potencial de Malabrigo para el ecoturismo, actividad que con el tiempo podría ser su punta de lanza para llegar al desarrollo. Adolfo está convencido de ello y siempre que puede lo expresa. “Hay 11 fábricas de harina de pescado, pero el pueblo está peor que cuando sólo había una. El desarrollo no va por el tema industrial, sino por el turismo”, comenta. Tito Cumplido acepta la propuesta y añade que alguna empresa privada debería invertir en Malabrigo, ofreciendo tours en yates o botes mejor equipados hacia las islas.
Hay mucho por hacer, en definitiva. Pero urge que este puerto histórico se enrumbe hacia el progreso, con la unión del gobierno, el pueblo y las empresas privadas. Sólo así, cuando el turismo rescate a Malabrigo de su parálisis, ya no habrá más invasiones ni chancherías en la entrada, ya no habrá más estudiantes que desertan en el colegio ni pescadores que se embriagan apenas pisan tierra. Ya no habrá fábricas que contaminen las aguas y exterminen las especies marinas. Pero, sobre todo, ya no habrá esa pobreza que salta a la vista apenas uno ingresa a este fantástico pero contradictorio puerto liberteño.
1 comentario:
Magnífico relato que me recuerda una travesía que hice con algo más de suerte, pues por entonces estaba operativo el atracadero al cual trepé por una escalerilla de cuerdas a veinticinco metros por encima del bote que se bamboleaba como un subibaja. ¡Quiero repetir el plato!
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