Ruta Inka entró a Moquegua y recibió el calor de sus pobladores
Mi Perú, con P de Patria
Comida, danzas, historia y una hermosa ciudad llenaron de orgullo a los peruanos. Ruteros quedaron más que satisfechos.
La noche en Moquegua era iluminada con farolas amarillas y el clima permanecía tan cálido como la gente que vive en esta ciudad. La jarana que ofrecía la municipalidad en la Plaza de Armas se armaba con el correr de los minutos y el orgullo de ser peruano efervescía en nuestros corazones como en humeantes probetas de laboratorio. Nuestra tierra mostraba al mundo lo mejor de su folclore y no bastó mucho esfuerzo para taparle la boca a quien dijera o incluso pensara que el Perú es menos que otro país. ¿Menos en qué sentido? Si aún debemos mejorar en educación, pues nuestra cultura es tan rica que desborda en paradigmas asombrosos para los extranjeros y enorgullecedores para los de aquí adentro.
Los expedicionarios recién salíamos de nuestro encierro en el terminal terrestre de Ilo, gracias al apoyo de la Policía Nacional que nos escoltó en medio de las protestas y nos abrió paso en carreteras interrumpidas con inmensas rocas. Por fin Moquegua, una nueva ciudad, a simple vista calurosa, a 1.412 metros de altitud. Un clima perfecto. Las actividades se intercalaron entre el oficio de una homilía en el distrito de Samegua (‘Capital de la Palta’), la entrega de obsequios a los viajeros, un suculento almuerzo en una finca campestre, la cena en un exclusivo club moqueguano y la mencionada verbena en la plaza que se convirtió en un escaparate de lo peruano, en una vitrina de nuestra cultura y de nuestro folclore prolijo.
Ají de gallina, tamalitos y una copa de vino de ciruela fueron la estupenda antesala a la fiesta en honor a la Ruta Inka. Las guitarras eran acariciadas con delicadeza para que El Plebeyo dé la bienvenida e invite a los viajeros a ubicarse alrededor del estrado. Banderas peruanas, colgadas en las farolas, flameaban iluminadas bajo la sombra de los inmensos ficus de la glorieta que guarda un tesoro: una pileta ornamental de fierro diseñada por Gustavo Eiffel.
La marinera volvió a emocionarme. Esta vez fue el Ballet Municipal de Moquegua y un Sacachispas tan norteño como yo. La Plaza de Armas ya era una fiesta antes de las 10 de la noche. El tañer de las campanas catedralicias y una mirada en círculo alrededor de la plaza nos mostró una ciudad señorial y elegante, con mujeres bellas y casonas coloniales ‘de estreno’. La música criolla continuaba sonando en la mágica noche y decenas de moqueguanos rodeaban a los expedicionarios. Le tocó el turno al Carnaval de Cuchumbaya y tres parejas de danzantes con pompos rojiblancos en las muñecas y ataviadas con trajes coloridos se confundieron en el centro con los viajeros. El compartir, la compenetración.
Moquegua luce esta noche apacible, segura y limpia. Ninguno de los peruanos de la expedición imaginó que todo sería así, tan bueno. Es una pequeña urbe sureña que guarda un encanto sui géneris que atrapa o tal vez embruja a los visitantes. Marinera moqueguana, más lenta y menos salerosa, pero igual de atractiva como la nuestra. En fin. Más música criolla. Temas de Chabuca Granda y Eva Ayllón. El lugar palpitaba con sentimiento patrio. ¡Viva el Perú!, gritó el cusqueño de la ruta. ¡Viva!, respondimos todos.
Le tocó el turno a los Vaqueros de Putina, danzantes que cubren sus rostros con máscaras de rasgos españoles y que empuñan fuetes. “¡Fuerza, fuerza!”, gritaban. La danza es una competencia entre ellos, así que todos se castigan con los látigos, se empujan y se codean. “¡Fuerza, fuerza!” Fue lo más divertido de la noche, sobre todo para las mexicanas. “Qué lindo está todo”, dijo Maricruz Macías, expedicionaria azteca. Los bailarines nuevamente invitaron al público extranjero. La menos coordinada fue la estadounidense Laura Frank; el ‘vaquero’ la cortejaba en medio de la jarana pero el cuerpo de ella no respondía.
“Así es mi Perú, con P de Patria, la E del ejemplo, la R de rifle, la U de la unión…”, coreaba el Grupo Cobre. Aplausos. Algunas personas decidieron tomar botellas de pisco en la plaza y la Policía no los detuvo. La fiesta es también del pueblo.
Le tocó el turno a la Ruta Inka con la presentación de sus talentos. Costarricenses ataviados con trajes típicos danzaron el Folclore Guanacasteco y los flashes se multiplicaron. La española Covadonga, de inmediato, dio una clase de ballet en la calle. Su menudo cuerpo dando giros y contorsiones impresionantes, rudas y elegantes. Un final de película, con un brazo apuntando al cielo. Euforia en los asistentes.
La finlandesa del grupo, acompañada por los acordes del argentino Ariel Benites, interpretó dos temas románticos y suaves en su idioma. Nadie le entiende pero todos atienden. Son melodías que sólo comprende el corazón. Se sienten muy adentro. Las almas gozan y la rubia viajera se gana los aplausos.
Le tocó el turno al trujillano Jorge Cueva, quien compuso coplas cajarmarquinas al ritmo de la Matarina dedicadas a la Ruta Inka. “No te vayas Ruta Inka, pero si un día te vas, yo te sigo por detrás”, cantaba este estudiante de Derecho de la Upao, mientras golpeaba el cajón. Guitarras del conjunto lo acompañaban. “Tenía que ser peruano”, dijo el animador cuando ‘Coco’ ya había terminado. La noche se prolongó con los temas de Ariel, el baile de los expedicionarios con música negra y una que otra cumbia peruana. Un moqueguano, Arturo Juárez, compuso un tema en rock para los viajeros y los más jóvenes salieron al centro a poguear. La felicidad de un excelente recibimiento en esta tierra lejana era más que notoria, realmente insuperable. El Perú había mostrado en algunas horas sólo parte de su vasto folclore y así enamoró a los viajeros. Ni Bolivia, ni Chile. Perú los superó. Y los peruanos que tal vez andábamos pensando en los problemas de nuestro país, por fin nos llenamos de orgullo de haber nacido en esta rica, exuberante, gloriosa y contagiante tierra.
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