Contrastes de La Incontrastable
Un viaje de placer a Huancayo se transformó en una triste historia
La noche en que el demonio descargó su furia contra su indefensa súbdita, yo tomaba calientito con Ismael en una cantina cercana al parque Constitución de Huancayo. Sólo habían transcurrido tres horas desde mi arribo a esta ciudad de los andes centrales peruanos, ubicada a más de 3 mil 350 metros de altura, y ya estábamos metidos en un guarique, embriagándonos y buscando la compañía de alguna dama solitaria.
Ismael, un tipo introvertido y de tez trigueña con quien estudié en Trujillo la secundaria, llegó a Huancayo a los 20 años, es decir hacía cuatro, y conocía todos los bares y cantinas de la ciudad. Aquel sábado, cuando me recogió en el terminal, vestía una polera floja y oscura para ocultar su rolliza silueta.
El viaje de Trujillo a Huancayo, ciudad conocida como La Incontrastable en mérito a la férrea resistencia de los antiguos Wankas contra el poderío de Los Incas, duró más de 15 horas. Valió la pena. La intención original era divertirme, pero el destino cruzó en mi camino a una chica con alma ensangrentada que hablaba del suicidio como única solución a sus martirios. Una chica desconsolada que vive sumida en el círculo más profundo del infierno: su propio hogar. Y como en todo infierno hay un demonio, éste se hace llamar papá. En otras palabras, una chica, elegida alguna vez Miss Turismo Huancayo, fiel reflejo de una sociedad que bien podría llamarse machista.
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En Huancayo, localidad convertida en nexo del comercio y del transporte entre la costa y la montaña, la población es amable y –en algunos casos– más liberal que en Trujillo. Muestra de esto ocurrió aquella noche en el guarique con Ismael, donde gran parte de las mesas estaba ocupada por mujeres solitarias que degustaban calientito (trago elaborado con té, ron y limón) o bailaban con miembros de su mismo sexo.
El centro histórico no tiene que envidiarle nada a ciudades como Arequipa o Cuzco. En el parque Constitución, que equivale a la plaza de armas, vuelvan en cuadrillas las mismas rechonchas palomas characatas y se pierden por minutos en el campanario de la catedral. En este lugar así como en Lima –según un criticado personaje cómico– bailan las aguas. Es cierto. Son cinco las piletas que arrojan aguas al viento al ritmo de polcas, sayas, rock o marineras. El líquido detiene su danza cuando la música que emiten los parlantes aledaños a las piletas se apaga. Un verdadero espectáculo para el visitante.
Tras siete días de permanencia en Huancayo, y luego de cruzar las sinuosidades de los ríos Rímac y Mantaro así como innumerables túneles, luego de apreciar los nevados de Ticlio y al ferrocarril más alto del mundo perderse entre los cerros como un gusano hambriento en una manzana gigantesca, el visitante aprende a comer pollo con la mano, a reemplazar la Inca Kola por una Sparkling Limón, a fumar cigarrillos de diez céntimos, tomar jarras de alcohol de dos soles y degustar truchas de cinco. Aprende que en la sierra el cielo es traicionero y que –por más pobre que parezca un poblado– nunca faltará una cabina de Internet.
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Aquella primera noche conocimos en el bar a tres hermanas que habían conseguido permiso de su madre para salir a bailar. Estaban solas. La mayor tenía 20 años, la siguiente 18 y la menor, apenas 16, aunque aparentaba más. Blanca, la mayor, quien vestía una blusa que dejaba ver los amarres de su brasiere y aretes de plástico amarillo que se perdían entre su necia cabellera, comentó más tarde que tenían dos hermanos celosos, además de un padre medio loco. “Ese hombre está enfermo, pero yo no le hago caso, me da igual”, dijo y luego sonrió, aunque su mirada exponía un alma sufriente.
A las 2 de la mañana, hora que marcó el final de su permiso, acompañamos a las chicas a su casa. Abordamos un taxi y las dos menores pidieron ir a un barrio cercano al cementerio, donde vivía su madre. Sin embargo, Blanca debía quedarse en la casa de su padre, en la parte alta de la ciudad.
Era un barrio oscuro, no muy lejano del centro histórico. El auto se detuvo en la intersección de dos calles y Blanca nos pidió partir con premura antes de que su padre la descubra llegando con dos tipos.
–Al barrio de El Tambo por favor, dijo Ismael.
El taxista dio vuelta a la manzana y al llegar a la calle de Blanca, pero en la siguiente cuadra, observamos algo que parecía ser una pelea de callejeros. ¡Espere!, dijo Ismael.
–Le están pegando a la flaca. Entra para ayudarla.
–“No compadre, no te metas en líos ajenos. Esto es algo común acá. ¿De dónde eres ah...?”, reprendió el taxista antes de seguir la marcha y salir hacia una plazoleta.
No se trataba de una pelea de callejeros, borrachos o malvivientes. Era el padre de Blanca, castigándola con una correa en plena calle, con la furia única de un alcohólico abandonado recientemente por la mujer que lo soportó más de treinta años. Por fortuna, Blanca escapó por un terreno abandonado y salió a la plazoleta que aún cruzaba nuestro carro. Estaba agitada. Pálida. Con el cabello alborotado. Avergonzada en cierto modo.
–Vamos, sube.
–No, váyanse. Si me ve me mata.
–Sube no más.
El resto de la noche la pasamos en una cantina. Blanca lloró, se lamentó por haber nacido y nos mostró las marcas en su pierna. Tenía una que sangraba tras de la rodilla izquierda. “Lo odio. Siempre es igual. Él nunca me ha querido, pero a ver que le toquen a uno de sus hijos hombres... allí salta. Allí los defiende. Es que son hombres”, nos confiaba.
–¿Y con tus hermanas es igual?, preguntó Ismael.
–Él es un alcohólico y cuando viene a la casa para buscar a mi mamá, si nos ve, nos pega por gusto. Lo peor es que mis hermanos no nos defienden. Estoy segura que si lo denunciamos nos mata. Por eso yo me voy a matar. Quiero irme al cielo, allí estaré mejor seguro, añadió, antes de comunicarse con su madre para pedirle que la acoja en su casa.
Desde aquel día puse mayor atención al comportamiento de los huancaínos –sobre todo los adultos– y observé más de un hecho desagradable. Por ejemplo, en los microbuses los hombres bajan primero que las mujeres y no las ayudan, aunque éstas tengan grandes bultos en la espalda o estén embarazadas. Lo mismo ocurre en las calles, donde las mujeres siempre caminan detrás de sus maridos.
En los siguiente días, Blanca escapó algunos horas de su infierno para encontrarse con nosotros. Recorrimos la ciudad, fuimos al cine, visitamos poblados cercanos como Ingenio y Santa Rosa de Ocopa. Por fin vimos una sonrisa en su rostro. Aunque sospechamos que se trataba de un gesto fugaz.
1 comentario:
Me parece interesante todo cuanto escribe, sin embargo, me causa un poco de indignación el uso inapropiado de algunos adjetivos para la ciudad de Huancayo. Creo que el tiempo que usted pasó en esta ciudad, no fue el suficiente para conocer a cavalidad la gran riqueza cultural que posee.
Como en todo lugar, hay casos en los que uno se choca con hechos desagradables que nos gustaría que no existieran, pero tamién es bueno, ver el lado bueno de las cosas. Usted, no toma en cuenta eso, y por el contrario, nos cataloga a todos los huancaínos como machistas, carentes de empatía, y de actitudes abusivas. Solo me gustaría, que no juzque nunca a toda una población por actitudes de algunos hombres y qué, si pudiera, vuelva a visitar la ciudad y conocerla mejor.
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