Conduciendo de Marrakech a Essaouira, dos ciudades encantadoras
Un viaje a las entrañas del exótico Marruecos
Acabo de llegar a la plaza principal de Marrakech y ya tengo una serpiente enrollada en el cuello. Un par de árabes con túnicas me identificaron como turista por la cámara de fotos y la vestimenta occidental (no por mi cara, porque tengo cara de árabe) y sin previo aviso ni anestesia uno de ellos me colocó un ofidio en el cogote y una gorrita mora llamada fez o tarbush en la coronilla, al tiempo que el otro me quitaba la cámara. Boto, Boto, me dijo, con acento árabe. El otro cogía la cabeza del animal para que no me mordiera. Ya, pero rápido, le respondí. La instantánea perfecta, pero con cara de miedo. El árabe me tomó la foto y yo le di las gracias. Me devolvió la cámara y el otro me quitó el reptil del cuello. Sin embargo, el calvario recién empezaba…
Veinte eulos, veinte eulos, me pidió uno de ellos con insistencia. ¿Qué?, ¿¡Veinte euros!? No, es mucho, le respondí de inmediato. Los árabes se molestaron y empezaron a hacer alboroto en torno a mí. Para calmarlos, saqué la billetera y les di veinte dirhams (al cambio, dos euros). Muy boco, ¡muy boco!, ¡¡más, más!!, me exigían. Eulos, eulos, reclamaban. Es todo lo que tengo, les aclaré (cosa que era cierta). Yo no quería ninguna foto, agregué. Es bara la suerte, me dijo uno, pensando que me iba a espantar tras recibir un maleficio berebere. Adiós, adiós, les dije. Bara la suerte, Bara la suerte… alcancé a escuchar mientras me iba.
Marrakech es la ciudad más turística de Marruecos (país ubicado en el norte de África) y en los últimos años se ha ido convirtiendo en un lugar de moda. Por algo, la película Sexo en la ciudad 2 fue filmada en esta tierra misteriosa que, por sus finos decorados y sus ventanas y puertas de arcos ojivales, transporta imaginariamente a sus visitantes a los escenarios de Las mil y una noches, pero que por su caos y su pobreza periférica sitúa a los forasteros en un país tercermundista.
Con 1 millón 545 mil habitantes, Marrakech, una ciudad construida con tierra roja, se ubica al sur de Marruecos, al pie de la cordillera del Atlas, sobre los 466 metros de altura. Fue fundada en el año 1062 y en varias oportunidades fue la capital del gran Imperio Islámico. Su centro histórico o Medina es considerado Patrimonio de la Humanidad y cuenta con palacios árabes, mezquitas como la de Ben Youssef y la Kutubia, numerosos museos, jardines y barrios con hoteles de lujo y palmeras, así como un recinto sagrado donde se encuentran las tumbas de los sultanes Saudíes.
El vuelo, que partió de Madrid, me permitió ver desde el cielo las dos orillas del Estrecho de Gibraltar (la frontera más desigual del mundo). África a la derecha, con toda su miseria, su hambre y su muerte; Europa a la izquierda, con toda su opulencia, su industria y su capital. Dos orillas, dos mundos, dos realidades, una sola injusticia.
Los controles en el aeropuerto fueron sencillos (los peruanos no requerimos visa para entrar en Marruecos). Quise alquilar un automóvil, pero me recomendaron hacerlo en la ciudad, porque los negocios de la terminal aérea abusan. Así lo hice y fui en taxi hasta la misma plaza Djemaa el Fna, donde horas más tarde no sólo conocería a los encantadores de serpientes que aman los eulos, sino también a un mundo de olores, sonidos y colores compuesto por bailarines, acróbatas, músicos, cuenta-cuentos, faquires, dentistas que extraen muelas en plena calle, mujeres que pintan las manos y los pies con henna y mercachifles que ofrecen desde lámparas y alfombras maravillosas hasta jugos de naranja [el jugo de naranja de Marrakech, que cuesta tres dirhams el vaso (0,30 céntimos de euro o un nuevo sol) es lo mejor para aplacar los efectos de un calor que puede superar los 42 grados de temperatura].
Todos le ofrecen algo a los extranjeros en las calles de Marrakech, pero esa sensación de acoso se multiplica por cien cuando ingresas al zoco. Se trata de un mercado de callejuelas estrechas, donde el olor de las especias, los aceites, los frutos secos y las esencias de flores se confunden entre una atmósfera mágica, adornada por el resultado de una artesanía asombrosa. Verdadero arte hecho con las manos. Espejos y cajas mágicas, alfombras, teteras, pendientes, collares, muebles de cuero, inciensos… de todo. El zoco de Marrakech es un mundo en el cual los secretos se descubren en un ambiente donde el regateo es ley. Quien no pide rebaja, simplemente, no es bienvenido; simplemente, no sabe comprar.
No es la primera vez que me confunden con español. La primera vez fue en Lisboa, cuando viajaba con mi novia (que sí es española), frente del río Tajo. Se acercó un viejo y nos preguntó si éramos españoles y como no le dijimos que no, él se alegró y de inmediato nos ofreció marihuana, opio y hasta clorhidrato de cocaína. Ahora, en Marruecos, donde también estoy con mi novia, los lugareños no sólo nos dicen entre risas Real Madrid o Barcelona, sino además nos ofrecen cachimbas de todo tamaño, tipo y color. Por lo visto, a los españoles los identifican por su muy cierta afición de llenarse los pulmones de humo.
El calor es tan fuerte que no se puede ni pensar. Salgo nuevamente a la plaza. Son poco más de las dos de la tarde. Hay algunas mujeres que se cubren por completo con burkas y túnicas, pero la mayoría sólo esconde su cabellera debajo de pañuelos y viste jeans y camisetas. Marruecos es uno de los países musulmanes más occidentalizados, así que no es un lugar donde las mujeres se sientan obligadas a cubrirse todo el cuerpo. Incluso las chicas, que se maquillan con finura y se adornan con grandes aretes y collares, tienen derecho a elegir esposo y a pedir el divorcio y la custodia de los hijos en igualdad de condiciones que los hombres.
Los amigos hombres caminan cogidos de las manos y al saludarse se dan cuatro besos en las mejillas y luego se tocan el pecho. Los chicos marroquíes son muy cariñosos, pero lo son más cuando se trata de intentar toquetear a las mujeres forasteras (sobre todo a las turistas rubias que llevan vestidos cortos). Sutiles caricias en medio del barullo, miradas profundas o piropos subidos de tono. El marroquí es un conquistador, un atosigador, un macho y un calenturiento. Por ello, en Europa no les recomiendan a las mujeres jóvenes viajar solas a países árabes como Marruecos.
La tarde está cayendo y las farolas ambarinas iluminan el centro de Marrakech. El rezo de la tarde ya pasó y los altoparlantes instalados en las calles ya no llaman a los fieles a la mezquita. El hotel que encontramos es precioso y sobre todo barato. Está adornado con azulejos de ensueño, hierro forjado y decorados en alto relieve sobre las paredes. Lo único malo es que el aire acondicionado no funciona, pero en compensación nos alquilaron un carro muy barato. El destino será el pequeño puerto de Essaouira, en la costa atlántico marroquí.
DEL CAOS CITADINO AL VIENTO DEL MAR
Si las ciudades peruanas son caóticas, las de Marruecos deben ser el infierno. En nuestro país uno debe conducir a la defensiva y evitar chocarse o atropellar a algún peatón imprudente. En Marruecos, a esto se le suma el esquivar camellos, caballos, perros, motos, bicicletas, camiones y autobuses. En algunas calles, sería como conducir por el Mercado Mayorista de Trujillo en hora punta, pero con un zoológico suelto.
Son las 10 de la mañana y nos dirigimos a Essaouira, una ciudad marítima ubicada a 350 kilómetros hacia el suroeste, que algunos llaman Mogador y otros ‘La Perla del Atlántico’. Llevamos un Fiat Palio del 95 en buen estado y muchas ganas de introducirnos un poco más en Marruecos.
Los alrededores de Marrakech son muy pobres. Por la carretera, que es una línea recta de asfalto que parece interminable, se nos cruzan personas que caminan en sentido contrario vistiendo túnicas y escondiendo sus cuerpos. Me pregunto hacia dónde irán. Marruecos es una monarquía constitucional que en forma paulatina se ha ido democratizando y mirando más hacia Europa y América que hacia el propio África. Su extensión equivale a la tercera parte del Perú, pero tiene algo más de población (32 millones de habitantes). Es un país islámico, con una economía estable y en crecimiento.
El camino es árido y los sembríos son casi inexistentes. Sólo algunas parcelas muestran chispazos de verdor que nos hacen sentir que hay algo de vida en esas tierras. La carretera está bloqueada en varios tramos porque están construyendo una autopista de doble calzada, y eso nos hace demorar. Aún así, llegamos a nuestro destino a la hora del almuerzo.
El mar susurra con el viento en las costas de Essaouira, una ciudad de 70 mil habitantes, mientras que las gaviotas cantan y sobrevuelan en círculos y unos pescadores recorren la costa en una lancha de madera. Una fortificación amurallada y decenas de cañones que apuntan al mar, dejados por los portugueses en 1506, conforman el área más importante de esta ciudad encantadora considerada por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad. Las calles son más apacibles que las de Marrakech y los essaouiríes caminan lento, como reflexionando sobre algo o tal vez preocupados. Los historiadores dicen que este carácter taciturno se forjó en Essaouira debido a la mezcla de culturas, religiones y razas que se han encontrado allí a través de los siglos: desde los fenicios hasta los romanos, los cartagineses, los bereberes, los portugueses y los franceses. Todos han pasado por aquí y han dejado un legado inscrito en el alma de estas personas, que por momentos parecen perdidas en el tiempo.
Comemos cuscús, pescado frito, pizza y helado de limón, y seguimos recorriendo la ciudad. Un árabe llamado Omar, que vende baratijas en la calle, nos contó que los musulmanes sólo pueden tener una mujer, aunque todos crean que pueden desposar hasta cuatro. “Hay muchas cosas que se dicen de nosotros, pero no son ciertas”, dijo.
Llegamos a la orilla del Atlántico y nos mojamos los pies. No hay muchos bañistas. Escribo África en la arena y el vaivén del agua borra paulatinamente la inscripción. Miro el horizonte e imagino cómo será ese mundo sin mundo que existe siguiendo la línea del sur africano y pienso en todos esos niños, mujeres y hombres que mueren de hambre o que se ven obligados a dejar sus pueblos para no ser alcanzados por las balas de alguna guerra estúpida. Vuelvo a escribir África en la arena y sólo espero que, con el tiempo, ya no se vuelva a borrar.